¿Qué valor tiene la democracia para una sociedad que se agrede a sí misma?. He mencionado en repetidas ocasiones que a estas alturas del partido todos (o casi todos) entendemos que hay democracia más allá de las elecciones. Que el régimen democrático implica un esquema de interacciones entre los individuos que componen una sociedad con propósitos distintos; elegir representantes populares es uno de ellos, pero no es el único o el más importante.
Uno de los mayores éxitos de nuestra democracia (electoral) radica en el hecho de que el acto de votar constituye una herramienta sencilla con la que la ciudadanía expresa una decisión pacífica con resultados políticos concretos. A pesar de que el acto material de votar es el mismo para todos, la lógica o razonamiento que se emplea para emitir el voto es diferente. En cualquier caso, es una buena noticia que la sociedad encuentre en las elecciones una posibilidad de incidir en el sistema de toma de decisiones que le afecta o beneficia.
Pero algo está ocurriendo en nuestra no-tan-joven democracia. Resulta sorprendente observar cómo nuestra sociedad se moviliza masivamente para solidarizarse en escenarios de crisis (como en los sismos del año pasado) o para elegir representantes de manera pacífica (como en el pasado proceso electoral); pero paradójicamente es la misma sociedad que se insulta y se agrede en el disenso. Una cosa es la diversidad de pensamiento como una condición normal (y hasta deseable) en cualquier sociedad que se jacta de ser democrática, otra distinta es la polarización violenta que no se encuentra entre el catálogo de virtudes cívicas.
Las evidencias que demuestran estos comportamientos agresivos se encuentran por todos lados. Lo que ocurre en redes sociales merece mención especial. Si bien se ha demostrado (como en el más reciente informe de Latinobarómetro que se publicó hace apenas unos días) que los usuarios de redes sociales en general tienen una valoración más positiva por la democracia también es cierto que las dinámicas de interacción entre usuarios de las redes han dejado al descubierto la enorme facilidad para insultar o exponer posturas simplonas que privilegian la ridiculización o los insultos por encima de un mínimo diálogo civilizado. No se necesita ser tirano para emplear discursos de odio.
Y son estos discursos los que llenan también el debate legislativo, las declaraciones en prensa, la plaza pública, las charlas de café, los grupos de whastapp y en un descuido hasta la cena de navidad. Hemos olvidado esta otra parte de la democracia que tiene que ver con establecer mecánicas virtuosas para abordar el disenso. Confundimos el debate con los gritos, las ideas con los dogmas y las razones con los juicios. En muy poco tiempo nos hemos convertido en todo aquello que decíamos combatir. No encuentro diferencia alguna entre los sombrerazos en San Lázaro o los twitazos incendiarios en la red. Olvidamos cómo hablar.
Quisiera proponer otra posición de arranque de nuestra sociedad frente al momento político en que vivimos. No parto de la ingenua idea de la homogeneidad de pensamiento sino más bien de la madurez cívica con la que discutimos nuestras diferencias. En una democracia la ciudadanía es protagonista, ya vamos tarde en eso.
Twitter. @marcoivanvargas
Uno de los mayores éxitos de nuestra democracia (electoral) radica en el hecho de que el acto de votar constituye una herramienta sencilla con la que la ciudadanía expresa una decisión pacífica con resultados políticos concretos. A pesar de que el acto material de votar es el mismo para todos, la lógica o razonamiento que se emplea para emitir el voto es diferente. En cualquier caso, es una buena noticia que la sociedad encuentre en las elecciones una posibilidad de incidir en el sistema de toma de decisiones que le afecta o beneficia.
Pero algo está ocurriendo en nuestra no-tan-joven democracia. Resulta sorprendente observar cómo nuestra sociedad se moviliza masivamente para solidarizarse en escenarios de crisis (como en los sismos del año pasado) o para elegir representantes de manera pacífica (como en el pasado proceso electoral); pero paradójicamente es la misma sociedad que se insulta y se agrede en el disenso. Una cosa es la diversidad de pensamiento como una condición normal (y hasta deseable) en cualquier sociedad que se jacta de ser democrática, otra distinta es la polarización violenta que no se encuentra entre el catálogo de virtudes cívicas.
Las evidencias que demuestran estos comportamientos agresivos se encuentran por todos lados. Lo que ocurre en redes sociales merece mención especial. Si bien se ha demostrado (como en el más reciente informe de Latinobarómetro que se publicó hace apenas unos días) que los usuarios de redes sociales en general tienen una valoración más positiva por la democracia también es cierto que las dinámicas de interacción entre usuarios de las redes han dejado al descubierto la enorme facilidad para insultar o exponer posturas simplonas que privilegian la ridiculización o los insultos por encima de un mínimo diálogo civilizado. No se necesita ser tirano para emplear discursos de odio.
Y son estos discursos los que llenan también el debate legislativo, las declaraciones en prensa, la plaza pública, las charlas de café, los grupos de whastapp y en un descuido hasta la cena de navidad. Hemos olvidado esta otra parte de la democracia que tiene que ver con establecer mecánicas virtuosas para abordar el disenso. Confundimos el debate con los gritos, las ideas con los dogmas y las razones con los juicios. En muy poco tiempo nos hemos convertido en todo aquello que decíamos combatir. No encuentro diferencia alguna entre los sombrerazos en San Lázaro o los twitazos incendiarios en la red. Olvidamos cómo hablar.
Quisiera proponer otra posición de arranque de nuestra sociedad frente al momento político en que vivimos. No parto de la ingenua idea de la homogeneidad de pensamiento sino más bien de la madurez cívica con la que discutimos nuestras diferencias. En una democracia la ciudadanía es protagonista, ya vamos tarde en eso.
Twitter. @marcoivanvargas