Cuestión de estilo

La develación de la escultura “Espíritu universitario” en el patio del Edificio Central de la Universidad Autónoma de San Luis Potosí —colocada con motivo del reciente aniversario 95 de la declaración de su autonomía— ha dado de qué hablar, al menos en redes como Twitter, y entre grupos de amigos gustosos de eso que se llama arte.

“Espíritu universitario” es una escultura dorada, en bronce, de la que su autor, Juan Gorupo, dice es “un águila en vuelo en posición de cacería de un objetivo”, y de la que he leído muchos comentarios, a favor y en contra: que si va contra el “estilo” del edificio, que si es muy abstracta, que si su modernidad es un buen contrapunto al entorno, o que si está muy “fea”...

Sigo sin saber si me gusta esa escultura, si me gustan otras manifestaciones artísticas que las autoridades (no solo potosinas) dicen son muestras de “identidad”. A ratos sí y a ratos no. En realidad es poco el arte público que llama la atención del paseante y obliga a detenerse y admirarlo, como en esta ciudad sucede (a veces) con el Hermes del jardín Hidalgo, el aguador de la Calzada de Guadalupe o las cariátides del andador Zaragoza.

Hubo un tiempo en que el escultor llamado Sebastián pobló muchas ciudades mexicanas con sus estructuras geométricas, de los Arcos del Milenio en Guadalajara al Guerrero Chimalli en Chimalhuacán (que algunos conocen como “transformer rojo”).

En el plano positivo, son famosas la representación de un toro “completada” con una niña haciéndole frente en Wall Street, la Victoria Alada o Ángel de la Independencia, la Diana Cazadora y El Caballito en la Ciudad de México o Las Tarascas en Morelia. ¿Usted en qué categoría pondría la Fuente de la Vida de Monterrey o el Caballo de Botero?

Y así, el arte que deciden las instituciones o, mejor dicho, los funcionarios, nos sorprende (sorpresas de las malas, muchas veces) de vez en cuando. Recientemente, en la Perla Tapatía se dieron los casos de las esculturas “Sincretismo” y “Árbol adentro”. La primera es una fusión de la Virgen de Guadalupe y Coatlicue, mientras la segunda es literalmente una maceta gigante con forma de cabeza humana.

En San Luis Potosí hay estatuas de un “encapuchado” de la Procesión del Silencio, de una penitente arrodillada frente al Santuario de Guadalupe, el señor de las palomas en la plaza de armas o un papá con sus hijos en la Plaza del Carmen. En lo personal, recuerdo las polémicas por “Unidad”, otra escultura en un espacio universitario, develada hace cinco años, la primera versión del San Luis Rey de Fundadores o las reacciones ante las “Gracias” colocadas en el cruce de Reforma y Carranza.

La moda más reciente es colocar letras gigantes y muy coloridas en las plazas, para que se note en dónde nos tomamos la foto. Esta moda surgió en las playas, como Cancún o Acapulco, donde ciertamente, al menos en áreas no “civilizadas” no hay gran diferencia entre una y otra, solo arena y mar. Pero ya en muchas ciudades hay letrotas. ¿Hay necesidad de ponerlas en lugares donde la arquitectura es única? Si se dice que sí, que se ven bonitas, que añaden un valor estético, debería haber cierta distancia del edificio y de los objetos que deberían enmarcar, no tapar. ¿Quién lo decide?

Cada quien su estilo, se dice, y se relaciona esta palabra con todo. En política, en arte, en decoración de casas o de pasteles, hay una forma de hacerlo que identifica al que lo hace, su personalidad, su mirada. “El estilo es la capacidad de cada uno para elegir qué palabra, entre las muchas que pueden tener matices semejantes, debe ser la que vaya a continuación de otra en esa sucesión de imágenes”, dijo William Burroughs.

El estilo de un edificio, de una ciudad o de una casa habitación cambia según los objetos que contiene.

No se trata solo de estética, sino de ética, economía y sentido común. Lo que cuenta muchas veces es no si la escultura “está bonita” o no, sino el cómo se invierte equis cantidad, quién lo decide con qué criterios. “Árbol adentro”, de José Fors, costó 4.5 millones de pesos; el “Guerrero Chim

alli”, 30 millones; “El Vigilante” de Jorge Marín, siete millones. Por “Sincretismo” se pagaron 5.2 millones de los hoy muy devaluados. ¿Hubo convocatoria? ¿Hubo opciones siquiera o como en muchos casos se dio la “adjudicación directa”?

Hablamos de arte pagado con recursos públicos pues en lo personal cada quien es muy libre de adornar su casa o su empresa con lo que se le dé la gana. En lo público, el arte es necesario, pero es parte de un apoyo que debería ser concensuado, analizado. No por nada el arte se confunde con cultura o depende de áreas relacionadas pero que lo consideran una actividad “para el tiempo libre”.

Y del otro lado, el artista también debe apropiarse de espacios públicos incluso en contra de la autoridad, como Bansky y tantos grafiteros. Arte es libertad. Una estatua o un mural en un espacio público, elaborados con recursos públicos está destinada a volverse parte de una red de signos, en parte de un paisaje y una semiótica, así que no debería ser un gusto (y menos un negocio) de unos cuantos. Y debería fomentar la apreciación, la crítica, la participación.

Como dice Mau Monleon: “es necesario que exista una comprensión de la cultura como servicio público, al mismo tiempo que como patrimonio; estas ideas de arte público, más allá de su potencial estético, exigen y adquieren la responsabilidad de repensar nuestras ciudades, nuestro tejido social, nuestras necesidades más básicas”.

Hay quienes dicen que un monumento habla más de quien lo hace que de a quién representa. La onda freudiana, usted sabe. Lo grandote no siempre es monumental, aunque lo parezca.

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