El bello arte de no hacer nada

Ahí estaba ella, frente a mí, frenética buscando algo de su bolso. Movía la cabeza al mismo ritmo de sus manos, queriendo tomar algo que no se dignaba a aparecer. Acabó sacando todo del interior ocupando el asiento de a lado, donde descansaba su suéter y el de su compañero.

Salieron varios juegos de llaves, una especie de libreta, un estuche muy elegante para guardar pasaportes, un par de juegos de bolsitas para guardar maquillaje, pañuelos desechables, cepillo, peine, audífonos, cable para conectar el celular, otro teléfono ya muerto. Finalmente apareció. Estaba ahí, sumido en las profundidades de la bolsa de viaje, un cargador tamaño familiar.

La chica, un poco más joven que yo, guapa, vestía con inusual glamour viajero: mallones color camello, blusa blanca holgada, zapatos de piso con un logo nice de una de esas marcas caras y accesorios a juego.

Se veía como sacada de una revista para viajeros frecuentes, de esos donde nunca salen ojeras y los zapatos nunca calan. “-¿Ya lo encontraste?-“ Preguntó el acompañante, un cuate como cortado de algún anuncio promocional de alguna serie de abogados en Nueva York, pero en atuendo vacacional. “-Si, ya.-“. Ambos acomodaron sus respectivos cables en las entradas del cargador y ¡oh, destino cruel! No se prendió el foquito. “-¡Mierda!-“ Dijo él. Ambos voltearon a buscar las estaciones de cargo que se encuentran estratégicamente posicionados en la sala de espera. Todo lleno.

El período vacacional que cierra tenía aquello abarrotado.

Él, con más calma, tomó de su mochila una revista y comenzó a hojearla mientras decía: “-Pues ya hasta Hermosillo-“. La mujer mientras, prendió el segundo teléfono únicamente para encontrarse con que la entretuvo por unos cuantos minutos hasta que se apagó definitivamente. Luego se puso a mirar a la gente, se paró a ver tiendas, regresó con un té, se sentó.

Su cara comenzó a verse desesperada, impaciente. Mientras, su compañero terminó la revista, se acomodó, recargó la cabeza en el respaldo del asiento y cerró los ojos como por dos minutos. Luego, comenzó a ver su celular, que también, traicionero, dejó de funcionar.

Los dos trataron de entablar algún tipo de plática involucrando a alguien que habían visto en el viaje del cual regresaban, pero la cosa no fue muy exitosa. A los pocos minutos, ambos, en una extraña sincronía, optaron por verse sus propias manos. Entonces él se paró.

Bobeó frente a los escaparates de las tiendas, fue al baño, regresó con algún refresco, se sentó de nuevo y anunció que iba a dormir. Nada. Se puso de nuevo en pie mientras su compañera se veía las puntas del cabello, como queriendo cortar la orzuela con la mirada. Ambos sudaban desesperación.

Alrededor aquello era una jungla bastante entretenida. Una fila estaba ocupada por una familia mormona con el atuendo atemporal que los caracteriza, caras inexpresivas, ninguna plática entre ellos.

A su lado, una monja de hábito largo color azul cielo se entretenía rezando con un rosario que movía rítmicamente en su mano izquierda. Un joven de tez café brilloso y cola de caballo de rastas movía la cabeza al ritmo de sabrá Dios qué canción, pero cerraba los ojos y entonaba algo ininteligible, que se me figuró podría ser Barry Manilow.

Una pareja claramente lunamielera se tomaba de las manos mientras charlaban animadamente. Un señor de unos sesenta y cinco años sostenía un libro y una mujer más o menos de la misma rodada aprovechaba para hacerse un facial en una tienda de cosméticos.

Tres amigas vestidas con la misma playera donde se leía “Te odio Luisito Rey” platicaban animadamente . Dos niños gemelos de unos siete u ocho meses jugaban con un móvil que colgaba de su carriola dúplex mientras su madre platicaba con otra mujer que, por el parecido, seguramente era su hermana.

El resto de la gente, y deben de haber sido más de medio ciento, se encontraba sumida ante el brillo de las pantallas de sus propios aparatos. Había niños, adultos, ancianos, de todos tipos, colores y sabores sosteniendo variados modelos de teléfonos móviles.

Las parejas de los celulares descargados no encontraban qué hacer con sus vidas. En eso, la misteriosa voz que anuncia los vuelos inundó la sala: “-Pasajeros del vuelo chorromil con destino a la ciudad de Hermosillo, lamentamos informales que éste ha sido retrasado debido al tráfico aéreo.

La nueva hora de salida será en dos horas. Lamentamos el inconveniente. -” Ambos se llevaron las manos a la cabeza. Yo les sonreí tratando de ser empática y ellos me respondieron con una mirada matona. “- ¿Y si se van a tomar algo mientras, a un barecito? -” dije. Creo que los saqué de onda. Pero ella volteó con su compañero y le dijo:”- ¿Vamos? -“ y él respondió con un resignado “-Bueno-“. Tomaron sus cosas y se fueron.

A veces cuesta trabajo recordar cómo era la vida sin teléfonos celulares, IPads, IPods, Tablets en general. Se nos comienza a olvidar que conocíamos gente amena en las paradas de los autobuses, en las centrales camioneras, en las salas de espera de los aeropuertos, porque comenzábamos a hacer plática para matar el tiempo y no teníamos a miles de “amigos” a un tecladazo de distancia.

Se nos olvida que el periódico también viene impreso, que hay libros bastante interesantes y personas aún más interesantes justo a lado de nosotros. ¡Qué tristeza por todos aquellos que han olvidado cultivar el bello arte de no hacer nada! No saben lo que se están perdiendo.