El Sol

–Este Luis Miguel es un cronopio–dije cuando volvíamos a la casa escuchándolo cantar.
A. Mastreta en Nexos

Me dejé capturar y sintonicé mi sistema de televisión en una de las series de moda: Luis Miguel. ¿Qué más da, me dije; no me hace falta algo de frivolidad en medio de un mundo demasiado severo, demasiado intimidante? ¿Porqué no entrar en lo que pensé podría ser una dosis de trivialidad que mi corazón atormentado por el vaivén y el trajín cotidiano, pidiera para su alivio?
Esa frivolidad en forma de miniserie, tiene su trampa. Está vestida de telenovela y es fiel a su formato al antiguo estilo de Canal 2, más tarde llamado Canal de las Estrellas. Es otro hit de los productores y creadores de los ahora artistas de plástico que inundan estaciones de radio y escenarios; artistas por los que las multitudes se amontonan, pagan y lloran al unísono tarareando canciones y recitándolas con una memoria que ya la quisieran para examen de civismo o de español en la secundaria.
Son los personajes emblemáticos que la historia produce cada tanto en sus diferentes épocas. Ideales de la muchedumbre en quienes depositar la frustración del amor no encontrado, el ideal de un romance que está punto de experimentarse o el encuentro con la media naranja. Y Luis Miguel dio para reunir en una misma imagen, un físico por muchos envidiable, el modelo del joven romántico y mundano con el que las adolescentes sueñan un día poder tener cerca.
Luis Miguel, el fenómeno musical que ahora “abre” como nunca antes, los entretelones de su vida privada para mostrarnos “su realidad”. Una realidad que parece arrastrarnos para que tomemos partido y sentenciemos a su padre y a su tío y a otros grandes de la industria, que permitieron la desgracia del Sol, la desaparición de su madre y la desintegración de una familia.
Luis Miguel la serie, como la mayoría de los productos televisivos funciona como escape de la rutina, como catarsis para jóvenes y mujeres maduras y como un placer para el oído de millones de televidentes que sufre esa enfermedad que bien podría clasificarse como romanticismo contemporáneo atípico, en un mundo en donde las relaciones de pareja nada tienen en común con los modelos de matrimonio o de noviazgo ambientados en la época de los setenta y ochenta.
La serie no exige un proceso intelectual, ni te tiene al borde de un suspenso que no puedas superar cinco minutos después de que termine el capítulo semanal. Es una historia común bien contada y con el gran atractivo en la pantalla que engendra al cantante, como si de un mito posmoderno se tratara. Sus capítulos permiten asomarnos a la época de Verónica Castro y de Raúl Velazco y su Siempre en Domingo y con la música de fondo elaboramos teorías sobre el paradero de su madre tratando de definir la verdadera personalidad de su protagonista.
Estamos hechos de tantas capas; tenemos tantos añadidos a esto que llamamos espíritu, materia y mente que difícilmente escapamos de los fenómenos sociales que involucran a las masas de nuestras comunidades. Somos parte de ella. No hay pecado en ello y creo que hasta es saludable asomarse a esa forma trivial de sintonizar la vida en donde la conversación no se arriesga más allá de identificar al villano o al héroe del capítulo en cuestión. Quizá no como un rasgo de conducta o una muestra de nuestros hábitos sobre nuestra propia nutrición intelectual. Pero ¿qué más da si por 50 minutos cada semana, escapamos de los deberes y de nuestro propio juez interior y dejamos que la frivolidad nos atrape mientras escuchamos Cuando calienta el sol o el estribillo de La Incondicional?