El vino en el Quijote III

Continúa del viernes 15 de junio.

El episodio más famoso del Quijote es, quizás, el de los molinos, seguido del de los cueros de vino: se haya leído o no la obra, todo el mundo los conoce, o cree que los conoce. El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha es un clásico en parte por ello, pertenece a nuestra tradición cultural, a nuestra memoria colectiva, aunque muy pocos de los hispanoparlantes hayan revisado siquiera su prólogo.
Don Quijote se toma como loco porque representa a alguien que confunde eso que llamamos “realidad” con la fantasía, pero como en los sueños, digamos, esa ficción no es mentira. Nuestros sentimientos no están advertidos de que un sueño es un sueño, por ello podemos despertarnos gritando, felices o llorando. La imaginación es parte de la experiencia humana, una experiencia muy real. La valentía que muestra don Quijote al enfrentar gigantes y bestias --incluso a un león en la parte segunda-- es del todo verdadera. Es lo que da fundamento a su personaje, a sus acciones y a sus valores, lo que lo aleja de la caricatura o el absurdo: él “de verdad” piensa que va enfrentarse a un gigante descomunal, nada es fingimiento; él “de verdad” es un caballero andante, no un hidalgo disfrazado de caballero –a diferencia de sus cuestionables amigos, que sí van disfrazados para engañarlo—; él “de verdad” se juega la vida; su valor, su arrojo, son verdaderos.
Este episodio de los cueros lo confirma: don Quijote está dormido, sus sueños y su sonambulismo son los de don Quijote, no los de Alonso Quijano. Para los seres humanos, locos o no, resulta imposible controlar los sueños. Él es un caballero enfrentándose al gigante Pandafilando de la Fosca Vista, es sangre lo que corre debajo de la gran cabeza que yace en el piso. Lo demás son encantamientos. El volumen del cuero mutilado, el vino tinto derramado, lo que ven los otros no corresponde a esa realidad que acaba de experimentar nuestro certero espadachín. Lo que ellos, el cura, el barbero, etc., no alcanzan a ver es que, mediante aquella acción simbólica, don Quijote en realidad había conseguido zanjar el problema de Dorotea-Micomicona: cortarle la cabeza a la amenaza sediciosa de su pretendida pareja, don Fernando. La ficción es capaz de arreglar la realidad.
Más allá de la insondable profundidad simbólica del episodio, casi psicoanalítica, casi religiosa, el vino aparece de nuevo como ese mágico líquido que pertenece a ambas realidades, que juega en y relaciona ambas dimensiones, la de la caballería andante de una época mítica y la de la sociedad española del siglo dieciséis-diecisiete. Así puede mojar el vino nuestra existencia, caro lector: sintonizando la realidad o acercándonos a los sueños.
Continuará.

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