Historia y fiesta

A muchos nos brota el barrio, a mucho orgullo. El barrio (o colonia, el rumbo, la calle) es donde socializamos y aprendemos, donde se da la primera identidad. Y ya vienen varias fiestas, que conviene aderezar con historia y literatura para que luego no nos vengan con que a Chuchita la bolsearon. Va un breve recuento y la invitación a buscar y comentar autores, ligas y libros que aquí se recomiendan.

Ya es temporada de entradas de cera, desfile de carros alegóricos, fritangas y jugo de tuna Cardona. El 25 de julio es la fiesta del barrio de Santiago Apóstol, el 15 de agosto la de Nuestra Señora de la Asunción de Tlaxcalilla y nos seguimos hasta el 25 de agosto con la fiesta del santo patrono de la ciudad y el estado, San Luis Rey de Francia.

Si desde que se fundaron, las historias de los barrios de Santiago y Tlaxcala han estado fundidas, con el correr de los años esta mezcla se ha hecho más fuerte —incluso se ha dicho que el jardín de Tlaxcala, al otro lado del Eje Vial Ponciano Arriaga, queda ya en Santiago— y los ha fusionado en una ciudad y en una cultura.

En un principio uno fue pueblo de guachichiles y tarascos, el otro de tlaxcaltecas, pero muchos españoles y mulatos tuvieron casa o negocios en los pueblos del norte de San Luis. En varios archivos parroquiales se menciona a españoles viviendo en Tlaxcala o a tlaxcaltecas avecindados en San Luis Minas del Potosí.

También en estas fechas, el 18 de julio, se cumplen 419 años de que una indígena guachichil, anciana y sin nombre, logró juntar a los habitantes de los entonces pueblos de Tlaxcalilla y Santiago, a algunas leguas del pueblo español de San Luis Potosí, con la promesa de una liberación terrenal y espiritual.

Ese domingo convenció a muchos, no se sabe cómo, de no ir a misa, y a los que estaban en los cultos de los hoy barrios los sacó al entrar y destruir las imagenes religiosas. El Justicia Mayor de San Luis Potosí, Gabriel Ortiz de Fuenmayor, la juzgó y mandó su ahorcamiento apenas al amanecer del lunes 19 de julio.

La historia consta en el expediente del juicio con el que la juzgaron unas horas después, bajo los cargos de hechicería y de matar a un indio, publicado en forma íntegra en el libro Documentos sobre el capitán y justicia mayor Gabriel Ortiz de Fuenmayor, de José Ignacio Urquiola Permisan, publicado por El Colegio de San Luis en 2004. Se habla de apariciones, transformaciones, muertes sin motivo aparente, una vida mejor junto a La Laguna.

Españoles, tarascos, guachichiles y tlaxcaltecas dan su versión y sólo ella parece creer en que todo era para bien.

El abogado defensor basó su discurso en que la anciana estaba borracha, pero hasta el esposo de la mujer comentó que se transformaba en nahual, por lo que el temor de los españoles pudo más y ese mismo día la ahorcaron en el camino entre San Luis y Tlaxcala.

Tengo una novela (inédita, en busca de editor), titulada No morirán del todo, sobre esta anciana indígena, sobre la primera revolucionaria (fallida, como tantos, pero idealista, digamos) de estas tierras tuneras, una chamana que fue seguida a pesar de todo, y le tuvieron miedo, respeto, que no necesitó nombre y que pasó su juventud mientras se conquistaba esta región de Aridamérica.
Les comparto algunos párrafos:

«1599, casi se llega el cambio de siglo. El justicia mayor no puede sustraerse a hacer la señal de la cruz, aunque lo disimula como si se atusara el bigote, no vaya a ser que alguien piense que es supersticioso, ni lo quiera Dios, mientras recuerda la pintura de la señora santa Ana que pende en el muro norte del templo del pueblo: la misma mirada hueca de unas cataratas blancas que está a punto de curar para siempre.

La condenada tamborilea uno contra otro sus índices y cordiales, en el ritmo de la trompeta. Parece rezar, pero quienes la conocen saben que eso es justo lo último que haría. Otra reclamación del ave hace caer en muchos sudor frío, mas el rostro de ella se queda impávido ante el graznar, acostumbrada a otras voces que no comprenden los extranjeros o que ni siquiera podrían pronunciar. Su corazón sigue latiendo sin pedir permiso, sin desbocarse.

No puede hacer un hechizo para escapar, como la acusan, ni está borracha o ha comido peyote como habían dicho tratando de defenderla. No quiso comer en el poco tiempo que le dieron entre el juicio y la ejecución.

Apenas le dio un breve trago a una jícara de mezcal con hojasén que le pasó Guaxcamá cuando dictaron la sentencia y en ayunas la habían traído a la horca, paso a paso, para que todos oyeran el delito que conocían de sobra, para escarmiento de la indiada, para consolidar con este desfile el nuevo orden de estas tierras, con don Gabriel vestido con telas de la Península y su pertrecho militar reluciente, al frente, flanqueado por dos guardias de casco guerrero y la vieja de pie en una carreta descubierta, con una manta gris y raída como único tapujo de sus cueros, custodiada por cuatro jinetes en cabalgaduras de diversos colores.

»Al dios de los blancos, recuerda, lo mataron con un juicio igual de injusto, pero era su destino. Como el mío. Tal vez. Ese dios pidió perdonar a los que lo mataron, porque no sabían lo que hacían, pero para ella la ignorancia no es pretexto.

Le dan lástima, coraje, ternura casi. Bola de agachones, espero que algún día se les quite.

»No le importan los gritos que para lucirse le lanza con su voz más ronca fray Diego Granados, crucifijo en alto —quien se imagina a sí mismo haciendo historia, la Historia, como un ser que proyecta rayos de luz, digno de ser ilustración de algún libro sobre fe—, instándole al arrepentimiento, ni las cuatrocientas voces de la multitud de indios que en sus lenguas nativas —hay tarascos, tlaxcaltecas, otomíes, pames, guachichiles— claman por partes iguales que la cuelguen o que la liberen, y que a los blancos les parece un clamor hereje, una rumorosa ola sin significado que por sus efectos intimidantes hay que parar de golpe, una enfermedad que se debe cortar de tajo para la propia sobrevivencia de la ciudad fundada apenas siete años atrás, en 1592…»

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