Hombre pequeño

De lejos vi al Hombre Pequeño y le encontré más disminuido, desgastado y sin entusiasmo alguno. Le bauticé así hace algunos años.

El hombre era uno de esos tipos que siempre se presentaba como alguien ocupadísimo por su trabajo, entregado a la nada de las tareas de un escritorio, que en ese entonces, era muy grande. Una de las primeras veces que hablamos me contó su preocupación por tener dinero para su retiro y mientras tanto, escalar lo más posible en su institución.

A mí me causó una profunda curiosidad y el extraño sentimiento de haberle conocido antes, en algún otro espacio. Luego lo supe: no era que lo conociera, era que me recordaba a uno de esos personajes a los cuales los Hombres Grises de la novela de Michael Ende, Momo, le habían quitado el tiempo.

En Momo, un día cualquiera, en una ciudad cualquiera, aparecen unos hombres vestidos de gris que se presentan como representantes del Banco de Ahorro del Tiempo.

Estos personajes anuncian que su institución se dedica a guardar y posteriormente entregar con intereses todo el tiempo gastado innecesariamente por las personas y que, por tanto, al final de cierto período, las personas tendrán muchísimo tiempo libre para usar a su placer.

Sin embargo, sólo una niña, Momo, una huérfana que vive en un anfiteatro, se da cuenta de la trampa de los Hombres de Gris: el tiempo no se recupera, el tiempo se gasta en el momento y no vuelve.

Momo tiene una capacidad de escucha inusual y, por tanto, las personas se acercan a ella para contarle sus problemas, cosa que ella hace con toda calma, prestando atención a los detalles y tratando de entender la situación. Así, Momo, sin darse cuenta, se convierte en la enemiga número uno de los Hombres Grises, porque les quita tiempo precioso.

A pesar de que Momo advierte a las personas, éstas la ignoran y comienzan a dejar de hacer las cosas innecesarias, como divertirse, tener un hobbie, tocar música, pintar un cuadro, jugar con sus hijos, dar paseos por el campo, leer, escribir por placer, pasar tiempo con su familia. Todo, con la vana ilusión de ahorrar para el futuro e ignorando que los Hombres de Gris lo único que hacían con el tiempo, era enrollarlo y fumárselo.

Al Hombre Pequeño se notaba que le habían robado mucho tiempo, o mejor dicho, que había entregado mucho, buscando ahorrarlo. Ahora ocupaba un escritorio más pequeño, el traje que usaba me pareció igual al de miles de hombres y su cara no denotaba alivio alguno por el tiempo guardado.

Al contrario, le vi avejentado, estresado, con prisas, nervioso. Le pregunté por su familia y me contó que llevaba ya un par de años separado, que veía a sus hijos dos veces al mes y que estaba esperando llevarlos de vacaciones, porque la última vez –quién sabe cuándo- había tenido que cancelarles el viaje por cuestiones de trabajo.

Me causó una profunda compasión: pensé en sus hijos, más grandes que los míos y me pregunté si ellos querrían pasar tiempo con un padre que poco estuvo con ellos. Deseé que así fuera, aunque el resto de la conversación denotaba únicamente horas de oficina acumulada y mucha vida perdida.

A últimas fechas veo muchos hombres y mujeres que han sido invadidos por la falacia del ahorro del tiempo, consumidos ante temas que, a largo plazo, no van a demostrar otra cosa más que haber vivido encadenados ante una ventana viendo pasar la vida.

Sentí pena por el Hombre Pequeño y me despedí de él dejándolo navegar entre un mundo de papeles que se lo tragaron en un remolino incontrolable. Casi pude ver a su lado a un Hombre de Gris sonriendo maliciosamente mientras se fumaba un cigarrillo hecho con pétalo de tiempo que no será vivido.