Debo aceptar que salí de muy buen humor después de unas cuatro horas de aprender la diferencia entre un fondo y un caldo y hacer cuatro salsas para carnes y pescados que quedaron como para chuparse los dedos. Aprender me pone de buenas. Así, espíritu en alto y filipina al cuerpo, me dirigí a hacer una serie de trámites de esos que por más que uno no quiera, debe hacer en persona. De cinco cosas hice tres al puro hilo y sin complicaciones. Luego tenía que sacar una copia del acta de matrimonio de Marcos y mía. Fui a los cajeros automáticos de esos que instaló la Dirección General del Registro Civil y me di cuenta que no estábamos en el sistema. La oficialía que lleva el registro de donde nos matrimoniamos cambió de local, así que como no sabía dónde había quedado y dado que los primeros trámites los hice agilito, me encaminé a la oficina central del Registro Civil. Encontré estacionamiento a la primera y bien cerquita, así que sonreí ante mi buena estrella. El lugar estaba atestado de gente. El policía de la entrada me preguntó que qué se me ofrecía y le dije que necesitaba una copia de mi acta de matrimonio, porque en el cajero no estaba registrada: “-¿Y buscó con el nombre de los dos contrayentes?”- “-¡Ah qué bruta, no!”- Me hizo la misma cara que yo hago cuando tarugueo a la gente sin decir una palabra. “-Mire señorita, pa que no se forme, vaya al cajero de nuevo, pero no el de aquí, sino el del mercado, que ahorita tiene menos gente.-“ Efectivamente, a la pasada había visto el cajero adentro del mercado Camilio Arriaga, así que con cara de idiota (merecido me lo tengo) encaminé mis pasos al cajero.
Había tres personas delante de mi: un señor madurón, una señora de unos cuarenta y tantos años con su hija, de unos dieciocho y un señor ya mayor que me recordó a Fred, de la película Elsa y Fred, pero en la versión original, la argentina. El hombre olía a lavanda, estaba vestido con pantalón de vestir, un chaleco tejido, camisa muy bien plachadita y corbata. Me recordó a otra época, donde hasta los universitarios iban a clase muy formales, muy decentes. El señor llevaba en sus manos un estuche grandecito con el logotipo de alguna ferretería, y adentro parecía que guardaba algunos papeles. El olor del señor combinado con los olores del mercado, me transportaron a otra época que no viví, pero que adivino.
El primer hombre sacó su acta de nacimiento sin problema. Luego, las mujeres de adelante del señor sacaron su documento rápidamente, pero teclearon un segundo nombre y no aparecieron datos. Una señora, empleada gubernamental, se acercó a auxiliarlas, también muy atenta. No, los datos de quien buscaban no estaban en el sistema. Luego, buscaron a otra persona, que sí estaba. La mujer le pidió a su hija $50 para pagar, pero la chica le dijo que únicamente traía $100. La empleada nos dijo que la máquina únicamente aceptaba monedas o billetes de $50 como máxima denominación. La chica dijo que iba a cambiar. Mientras, todos esperaríamos. La empleada, con buen criterio, dijo que continuaríamos con el señor con olor a lavanda para después, cuando la joven regresara, sacar el acta que les faltaba a las dos mujeres. La madre dijo que no. Era su turno. Sonó un teléfono y la empleada se retiró. Entonces, así nomás, con voz de mando, la mujer que se quedó a medias con su trámite, volteó a ver al señor de la lavanda y le dijo: “-Deme su billete-”lógicamente pensé que ambos se conocían. Pero el señor tenía su dinero en la mano y se quedó quieto, sin saber que hacer. La mujer insistió “-Deme su billete, ahí viene mi hija.-“ El señor, como apenado, extendió su mano y la mujer le arrebató el billete ¡Y se echó a correr! Nos quedamos perplejos. El chico formado detrás de fue el primero que reaccionó y salió vuelto gorro a seguir a la mujer. No la alcanzó. Mientras, el señor con olor de lavanda repetía que no conocía a la mujer y una chica que no se de dónde salió, le decía con voz muy compungida: “-Señor, no debió dárselo, la gente es muy aprovechada.-“ “-Ya no traigo dinero-“, repetía el anciano. Yo saqué mi cartera, el chavo de atrás hizo lo mismo, la empleada (que salió al escuchar el alboroto) hizo lo mismo. El hombre con olor a lavanda de pronto se paró muy derecho. Se veía señorial: “-Jóvenes, no dejen que un acto de maldad arruine sus buenos corazones. Acepto su generosidad y la valoro.-“ Le sacamos dos actas.
Yo no pude sacar la mía, nuestros nombres no aparecieron en el sistema. Cuando salí vi caminar al señor. Me acerqué y le ayudé a parar un taxi: “-Gracias señorita, que su día sea magnífico, como el mío.-“ Y se fue con su estuche colgando y sus actas en mano de regreso a esa época donde éramos más grandes que cualquier acto miserable.
Había tres personas delante de mi: un señor madurón, una señora de unos cuarenta y tantos años con su hija, de unos dieciocho y un señor ya mayor que me recordó a Fred, de la película Elsa y Fred, pero en la versión original, la argentina. El hombre olía a lavanda, estaba vestido con pantalón de vestir, un chaleco tejido, camisa muy bien plachadita y corbata. Me recordó a otra época, donde hasta los universitarios iban a clase muy formales, muy decentes. El señor llevaba en sus manos un estuche grandecito con el logotipo de alguna ferretería, y adentro parecía que guardaba algunos papeles. El olor del señor combinado con los olores del mercado, me transportaron a otra época que no viví, pero que adivino.
El primer hombre sacó su acta de nacimiento sin problema. Luego, las mujeres de adelante del señor sacaron su documento rápidamente, pero teclearon un segundo nombre y no aparecieron datos. Una señora, empleada gubernamental, se acercó a auxiliarlas, también muy atenta. No, los datos de quien buscaban no estaban en el sistema. Luego, buscaron a otra persona, que sí estaba. La mujer le pidió a su hija $50 para pagar, pero la chica le dijo que únicamente traía $100. La empleada nos dijo que la máquina únicamente aceptaba monedas o billetes de $50 como máxima denominación. La chica dijo que iba a cambiar. Mientras, todos esperaríamos. La empleada, con buen criterio, dijo que continuaríamos con el señor con olor a lavanda para después, cuando la joven regresara, sacar el acta que les faltaba a las dos mujeres. La madre dijo que no. Era su turno. Sonó un teléfono y la empleada se retiró. Entonces, así nomás, con voz de mando, la mujer que se quedó a medias con su trámite, volteó a ver al señor de la lavanda y le dijo: “-Deme su billete-”lógicamente pensé que ambos se conocían. Pero el señor tenía su dinero en la mano y se quedó quieto, sin saber que hacer. La mujer insistió “-Deme su billete, ahí viene mi hija.-“ El señor, como apenado, extendió su mano y la mujer le arrebató el billete ¡Y se echó a correr! Nos quedamos perplejos. El chico formado detrás de fue el primero que reaccionó y salió vuelto gorro a seguir a la mujer. No la alcanzó. Mientras, el señor con olor de lavanda repetía que no conocía a la mujer y una chica que no se de dónde salió, le decía con voz muy compungida: “-Señor, no debió dárselo, la gente es muy aprovechada.-“ “-Ya no traigo dinero-“, repetía el anciano. Yo saqué mi cartera, el chavo de atrás hizo lo mismo, la empleada (que salió al escuchar el alboroto) hizo lo mismo. El hombre con olor a lavanda de pronto se paró muy derecho. Se veía señorial: “-Jóvenes, no dejen que un acto de maldad arruine sus buenos corazones. Acepto su generosidad y la valoro.-“ Le sacamos dos actas.
Yo no pude sacar la mía, nuestros nombres no aparecieron en el sistema. Cuando salí vi caminar al señor. Me acerqué y le ayudé a parar un taxi: “-Gracias señorita, que su día sea magnífico, como el mío.-“ Y se fue con su estuche colgando y sus actas en mano de regreso a esa época donde éramos más grandes que cualquier acto miserable.