Inspirados en historias verdaderas

Entre comerciantes y vendedores en general se dice que el cliente siempre tiene la razón. Hace unos días, el día del psicólogo, se dijo que esa es la única profesión donde el cliente no siempre la tiene. Quizá. ¿Y en literatura? ¿El cliente (lector) siempre tiene la razón? Ojalá no, pero a veces pasa. Y eso es parte de la maravilla que es comunicarse por escrito.

Pienso en lo trágico y lo terrible de Nathan Zimmerman, David Kepesh o mi tocayo Alexander Portnoy, personajes creados por el recién fallecido Philip Roth (1933-2018), escritor estadunidense a quien mucho se candidateó para el defenestrado Premio Nobel. Pienso en su complejidad y sus historias, en la confusión que se da entre autor, narrador y personaje (Borges autor confundido con quien vio el aleph; Nabokov acusado de ser Humberto).

En política hemos visto estos días a muchos personajes, de terror y de risa. La sonrisa, los chistes malos, las declaraciones sacadas de la manga… Válgase la generalización, aunque sí hay quienes se escapan a los arquetipos al estilo Perpetuo del Rosal (de Rius), Briagoberto Memelas (de Gabriel Vargas) o José Reyes (de Luis Estrada). Hoy, la mayoría son malos actores de sí mismos. Son máscaras sin personalidad, rostros con filtro, gestos aprendidos, frases hechas repetidas hasta el hartazgo. Aunque se les compruebe una mentira la repiten, a fin de cuentas es su guion, con la esperanza de que al repetirla mil veces se haga verdad. No nos merecemos tan malos espectáculos políticos, del color que sean.
Y a veces somos más papistas que el papa. Nos peleamos por estos personajes, como si fueran reales, como si fuera una cruzada. Nada ni nadie merece fanatismo. Ya cualquier disenso es ataque y todo se vuelve pajas en ajenos ojos. Y es cansado.

Pocos políticos honestos conozco, pocos en los que creo, y eso es lo más sano (creo) que podemos hacer: dudar. No se trata de ponernos una playera de un equipo de futbol. Para andar en política hay que tener cierta personalidad, y más si se quiere llegar “alto”. Hay que fingir (salud, honestidad o hasta que te cae bien una persona, y practicar la sonrisa). ¿Cómo son fuera de cámara? ¿Cambian o la máscara ya se apoderó de ellos (como Venom, el simbionte de Peter Parker)?
Fingir, sí, todos fingimos, pero… mentir, como se publicó en El Economista hace tiempo, es “parte del instinto de supervivencia de la especie humana, en la conquista amorosa y a veces por la mala memoria”.

Pero hay de mentiras a mentiras. Muertos todos los días y niegan la inseguridad. Descuidan rubros sociales por destinar dinero a publicidad imbécil, o simplemente se lo roban. Un priista hasta dijo que cuál crisis. Da coraje. Daría risa si no lloráramos casi al ver los precios de todo, si no supiéramos que pasadas las elecciones esa mayoría de sonrientes y prometedores no querrán saber de nosotros.

En La prohibición de mentir, Sergio Pérez Cortés hace una revisión histórica y filosófica de la mentira como pecado y como fenómeno lingüístico, como deshonor o estrategia política, y ahí asegura: “El engañador quiere decir lo falso, o quiere decir algo que cree que es verdadero, con la esperanza de que no se le crea. Si no recurre al silencio con frecuencia es porque éste le ofrece un menor control sobre el sentido, y él no desea que se crea lo que piensa, sino lo que dice”.

La situación está terrible y exige cambios tajantes, trabajar en conjunto y romper máscaras (a menos que sean como las de Guy Fawkes, de V). Hay de mentiras a mentiras. Las literarias, por ejemplo. Me encanta esta cita de Roth:
“Escribir falsa biografía y falsa historia, tramar una existencia semiimaginaria a partir del drama real de mi vida es mi vida. Algún placer ha de haber en esa actividad, y estriba en eso. Ir por ahí disfrazado. Interpretar un personaje.

Hacerte pasar por lo que no eres. Fingir. La socarrona y astuta mascarada. Piensa en el ventrílocuo. Habla de manera que su voz parece proceder de alguien que se encuentra a cierta distancia de él. Pero si no estuviera en tu línea de visión, su arte no te produciría tanto placer. Su arte consiste en estar presente y ausente; es más él mismo al ser simultáneamente otro, ninguno de los cuales es una vez que ha bajado el telón. Como escritor, no es necesario que abandones por completo tu biografía para dedicarte a representar. Puede ser más intrigante si no lo haces. La distorsionas, la caricaturizas, la parodias, la torturas y subviertes, la explotas... y todo para dar a la biografía esa dimensión que excitará tu vida verbal. Millones de personas hacen eso continuamente, por supuesto, y sin la justificación de que están haciendo literatura. Lo hacen en serio...”

La política, define Ambrose Bierce en su Diccionario del Diablo, es un “conflicto de intereses disfrazados de lucha de principios. Manejo de los intereses públicos en provecho privado”. Un político, añade, es la “anguila en el fango primigenio sobre el que se erige la superestructura de la sociedad organizada. Cuando agita la cola, suele confundirse y creer que tiembla el edificio. Comparado con el estadista, padece la desventaja de estar vivo”.
No miento si digo que me despido en esta ocasión con el poema “Mentiras”, de Henrik Norbrandt:

“Es mentira lo que escribí en la carta que quemé
que pienso todo el tiempo en ti.
Pero yo pienso en ti casi todo el tiempo.
También es mentira que no pueda dormir:
Duermo muy bien y además sueño
con otras mujeres.
Pero cuando me despierto, inmediatamente pienso en ti.
A las hermosas mujeres que veo por la calle
las desnudo con la mirada mientras intento
no pensar en ti.
Y aspiro su aroma hasta que me desvanezco.
Pero en todas las comparaciones sales ganando tú,
y mi soledad.”

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