La máquina del tiempo

El vino es un medio fantástico para viajar en el tiempo y en el espacio. Aunque el propio líquido sufre mucho con los desplazamientos (no hay mejores botellas que las que se prueban en la bodega en donde fueron criadas), la capacidad que tiene para transportar a otro momento y a otro lugar al aficionado atento y sensible rivaliza con las vías cuánticas propuestas en las teorías más sofisticadas de Stephen Hawking o con los imaginarios de las novelas de Wells, Twain o Asimov.
El poder de evocación que tiene el vino es tan formidable porque se experimenta a través del olfato. Este sentido es, probablemente, el primero que se activa al nacer, aunque luego pierda protagonismo ante otro tipo de lenguajes. Los olores nos remiten a emociones, sensaciones y recuerdos más que a razonamientos, pues van directo al sistema límbico (parte del cerebro que incluye el tálamo, el hipotálamo y la amígdala cerebral, que regula las emociones, la memoria, el hambre --la colambre-- y los instintos sexuales), sin pasar por el córtex (donde ocurren el pensamiento, el juicio y la decisión).
Se piensa que el sentido que determina nuestra experiencia enológica es el del gusto, pero sin el olfato, nuestro paladar es bastante limitado, pues nuestras papilas gustativas sólo nos proporcionan cinco sensaciones claras: dulce, salado, agrio y amargo, a las que hay añadir el umami desde 1907, sabor que podemos percibir en el centro de la lengua y hallamos, por ejemplo, en el jamón ibérico. Todos los demás sabores y su complejidad provienen del olfato. En el vino, por vía retronasal, el famoso “regusto” (que no “retrogusto”) nos indica importantes características terciarias. Por esto, en el mundo del vino hay “million dollar noses”, pero no “paladares finos”.
Debido a que nuestro cuerpo produce endorfinas cuando el sentido del olfato es estimulado por aromas que nos parecen agradables, los olores tienen un gran impacto inconsciente en nuestro estado de ánimo y en los recuerdos. Incluso aromas que la mayoría --dentro de una tradición cultural determinada-- podría relacionar con algo desagradable, en otras es algo apreciado. A muchos de nosotros nos han enseñado que hay algo vergonzoso acerca de los olores. En el vino, algunos aromas descritos como “orina de gato”, “petróleo”, “estiércol” o “establo” son característicos en estilos muy apreciados, en botellas muy costosas. Por supuesto, son elementos que se subliman a partir de nuestra memoria olfativa, pero hay que ir encontrando cómo disfrutarlos poco a poco.
El olfato, pues, es una fuente de conocimiento y de apropiación del mundo que, en general, se menosprecia: los mejores amantes de la historia y los mejores catadores, como la estirpe de Sancho Panza, saben de lo que hablo. Con el vino, uno puede dar la vuelta al mundo sin levantarse de la mesa: viajar por viñas que perfilan fantásticos ríos con laderas empinadas y castillos medievales; visitar el sol que iluminó la cara de nuestro primer hijo atrapado en la botella del año en que nació, todo ello sin salir de la habitación.
Una copa, caro lector, puede transportarnos entonces a un momento o a un lugar que añoramos. En realidad, la pequeña cantidad de aire que queda atrapada en los envases pertenece a otro tiempo, a otro espacio: al descorchar una botella y aspirarlo, nos conectamos con un pasado, con un mundo, un clima, una historia y unas personas que quizás ya no están entre nosotros. Pero también una copa puede ofrecernos una experiencia intensa del aquí y del ahora: cuando nos sumergimos en sus profundidades el tiempo se pausa, nuestra existencia toma un respiro y ¡carpe diem!
Finalmente, el vino es también una especie de bola de cristal: cuando estamos ante una cosecha joven, el arte de apreciarla está en imaginar cómo será en su madurez, cómo se desenvolverá con el tiempo, en calcular a partir de los elementos presentes cuándo habrá que descorchar la botella que nos queda en la cava.
Hay toda una vida que vivir a través del vino.