La otra legitimidad

Los retos de quienes ocupan nuevos cargos públicos no son menores. Aparte de conducirse conforme a la legalidad imperante, tienen que mostrar que gozan de legitimidad. Pero no sólo de la legitimidad que usualmente consideramos como la capacidad de ajustar la detentación del poder político con la ley, es decir, de asumir que quien ostenta un cargo de elección popular ha llegado a él por la vía de las reglas del juego electoral. Otra legitimidad es fundamental, sobre todo después de que se ha deteriorado gravemente la credibilidad social en la función pública. Nos referimos a la legitimidad que deviene de la capacidad de mostrar que se actúa conforme a valores y principios como justicia, honestidad, congruencia, interés colectivo, dignidad, verdad, diálogo y acuerdo dotados de cierta razonabilidad. Así las cosas, podemos tener, por ejemplo, representantes populares que se conducen conforme a la legalidad prevaleciente y disponen de una legitimidad que da la titularidad de la representación política, pero esa legitimidad puede ser precaria si no se ajusta a esos (y otros) valores (“virtudes”, diría Javier Sicilia, para evitar una connotación mercantilista).

En tal contexto es que tiene sentido discutir la necesidad de reivindicar un catálogo de valores y principios para incentivar la actuación del servicio público más allá de lo que, usualmente, están obligados los funcionarios a cumplir en términos de la legalidad y legitimidad anteriormente consideradas. Tal vez en la idea de una “Cartilla moral” de Alfonso Reyes. ¿Por qué? Porque no basta con ajustarse a ese comportamiento institucional, aún asumiendo que sí lo hicieran ya sería un avance. No es suficiente porque el grado de putrefacción en el ejercicio del poder público ha llegado a límites insoportables para la sociedad mexicana. Y no es suficiente porque persiste un alto grado de resistencia en los personeros del poder para ver más allá de sus “narices” y conducirse conforme a esa otra legitimidad. Por eso es que, por ejemplo, no pocos aprovechan los recovecos legaloides para evitar ajustar sueldos onerosos, cuando por iniciativa propia deberían empujar esa posibilidad para estar a la altura de las expectativas de una sociedad que demanda, por lo menos, moderación en el saqueo del patrimonio nacional.

Cuando los representantes populares no actúan por iniciativa propia para empujar cambios trascendentes para la sociedad, sino -en el mejor de los casos- presionados por la opinión pública o el riesgo inminente de un desbordamiento social, se confirma que nunca fueron “representables”, siguiendo a Alain Touraine cuando plantea la necesidad de contar con una organización autónoma de los actores sociales como opciones políticas y no solamente con su libre elección; cuestión que, en nuestro medio se traduciría en esperar que las opciones políticas personales y/o partidarias se conduzcan también con un mínimo de congruencia para tomar decisiones. Así, no basta que un representante llegue a un cargo de elección popular cumpliendo con las reglas del juego democrático, se requiere que su conducta se ajuste tanto a la ley que contempla sus responsabilidades, como de acuerdo con valores o principios que conduzcan al bien común. Desgraciadamente, no son pocos los casos en que la gente se desengaña de representantes que pronto cambian, incluso, hasta en el modito de andar.

Cuando no se cumple, pues, con esa otra legitimidad, lo que deviene es la banalidad o demagogia en el mensaje político y allí tienen que, en efecto, han sobrado representantes populares más metidos en el show mediático que en la solución de los grandes problemas sociales. Por añadidura, lo que resulta es el enmascaramiento de, entre otras cuestiones graves, la corrupción, ese mal endémico que, por su parte, siempre encuentra mil y un maneras de sortear el castigo y su demolición porque, como advirtiera con su siempre fina agudeza Carlos Monsiváis, no es más que “otro modo de acumulación”. Por tanto, la necesidad de contemplar figuras de la democracia participativa que permitan equilibrar las deficiencias de nuestra peculiar representación política no debiera dejarse de lado. La revocación de mandato y otras formas de canalizar el malestar social, deben contemplarse para obligar a nuestros representantes populares a legitimarse en los términos que se han apuntado, toda vez que, por su propio pie, parece que nunca lo harán.