La sonrisa de Scrooge

Bien es sabido por todos que formo parte del Club Scrooge, filial San Luis Potosí. Soy parte de una nutrida membresía que abarca dos secciones: la pública, en la cual sin miramientos se acepta que estas épocas nos parecen chocantes, cursis y forzadas; y otra, la anónima, repleta de Scrooges de closet que, por temor al escarnio social, prefieren mantener callada su aversión y asisten resignados a cuanta posada los invitan, participan en intercambios de regalos con gente que ni conocen o les cae mal y soportan estoicos a raza que evitan todo el año, pero que tiende a reunirse sabe por qué endemoniada razón, por estas épocas.
La cosa de estar dentro de la verdadera Cuarta Transformación, es decir, pasar de los cuarenta años, es que si a esta edad llega uno sintiéndose comprometido a asistir a reuniones a donde no quiere ir, es que algo falló las décadas anteriores. A esta edad, uno ya debe poder, sin culpa alguna, decirse a sí mismo “no voy porque no quiero.” Así, sin autoengaños. Sumado a esto, al ser públicamente Scrooge, la gente sabe que habrá cuestiones en la que nosotros, los declarados, no asistimos. Afortunadamente, en mi caso, la gente alrededor ya no se ofende. Me quedé ya con los festejos navideños a los que quiero ir y a los intercambios de regalos donde quiero estar; aunque, francamente, prefiero que el mes se vaya rápido y volver a la normalidad.
Mientras compraba mi café matutino en el Oxxo, escuché a un par de mujeres hablando. El lugar, seguramente debido al frío, se encontraba atiborrado. La gente en los pasillos tomaba galletitas, panes y cualquier cosa calórica que hubiera. En la zona del café había fila para tomar el preciado líquido. Como era muy temprano, decidí esperar a que tocara mi turno. Además, seamos honestos, yo sin café, no funciono y me gusta la mezcla veracruzana del lugar. En este momento, los puristas seguramente ya brincaron ante mi populachera elección, pero verán, en tiempos de necesidad, cualquier café sirve igual que el kopi luwak.
Pues estaba yo formadita a unos pasos de mí estaban un par de mujeres, vestidas con un uniforme igual que no alcancé a identificar. Una de ellas, la que parecía menor de edad, contaba a la otra que se había dedicado a adornar su casa el fin de semana. Relató que, como se había fastidiado de la decoración del año anterior, se había ido al centro a comprar nuevas cositas para la casa. Detalló las luces del exterior, las flores artificiales con velas ídem para las mesas varias del interior, el árbol con luces integradas, las esferas plateadas, los listones para sabe que parte, las guirnaldas para las paredes. Total: cinco mil seiscientos pesos. Una ganga. Todo dicho con sonora alegría, como con un cascabelito en la boca. A mí me dio risa interna: me imaginé a la mujer vestida de duendecito ayudante de Santa, medias a franjas rojas y blanco incluidas. A la acompañante, sin embargo, no le causó gracia: “-¡¿Estás loca o qué?!-“ yo casi brinco del susto. “-Tu marido no va a tener contrato en enero, debes el préstamo de nómina que me dijiste que ibas a pagar con el aguinaldo, a Marita ya no le quedan los pants del colegio ¡¿Y te gastas cinco mil pesos en esas tarugadas?!-“ la chica, azorrillada, respondió: -“Ya déjame mamá, ya lo compré-“ entonces reparé en que, efectivamente, ambas mujeres tenían un parecido notorio que no había distinguido antes.
Las mujeres pagaron y se salieron del Oxxo, mientras la mujer mayor seguía regañando a la más joven. Ésta sólo alcanzó a agachar la cabecita, en tradicional pose de reprimenda y con un halo helado que no tenía que ver con el clima. A mí me dio risa el asunto y recordé lo que en circunstancias distintas escribí la semana pasada: uno es bien fregón, hasta que ve a su mamá. Y en algún lugar, Scrooge sonríe.