Las malas palabras

Mucho se han manejado en estos días de precampañas insultos, apodos y todo tipo de “malas palabras”. Y al parecer volveremos a oírlos en unos cuantos días, como si el circo supuestamente privado (“dirigido a miembros de equis partido político”) no fuera suficiente para provocar hastío (y un despilfarro, cuando no hay más que un “precandidato” en cada partido).

En cada idioma hay de todo y el español no es la excepción: groserías, procacidades, maldiciones, cacofonías, impudicias y otras clasificaciones de lo que no suele nombrarse en público, por sus significados o referencia a situaciones sexuales, escatológicas, raciales o de clase social. (Quien quiera abundar al respecto puede dirigirse al famoso libro Picardía mexicana, de Armando Jiménez.) A veces caemos en el extremo contrario y recurrimos a demasiados eufemismos para “suavizar” nuestra comunicación, lo que llamamos lenguaje políticamente correcto.

Dice Roberto Fontanarrosa, el autor de Booguie el Aceitoso y de Inodoro Pereyra el Renegáu: “La pregunta es por qué son malas las malas palabras, ¿quién las define? ¿Son malas porque les pegan a las otras palabras? ¿Son de mala calidad porque se deterioran y se dejan de usar? Tienen actitudes reñidas con la moral, obviamente. No sé quién las define como malas palabras. Tal vez al marginarlas las hemos derivado en palabras malas, ¿no es cierto?”

Muchos se quejan de que pretende censurarse el lenguaje, pero de lo que se trata de es de abrir debates sin caer en maniqueismos. Sí, por qué, cuándo, como se pregunta el Negro Fontanarrosa.

El lenguaje vulgar y el culto coexisten desde el latín, y gracias a eso tenemos opciones para nombrar lo mismo según lo que queramos decir. O a quién.

En la literatura hay malas palabras o groserías en la obra de grandes autores, véanse si no Muerte sin fin de José Gorostiza o Las palabras de Octavio Paz, por no hablar de obras de los llamados escritores “de la onda” como José Agustín, El vampiro de la colonia Roma de Luis Zapata o el cuento del potosino Ignacio Betancourt: De cómo Guadalupe bajó a la montaña y todo lo demás. Dijo alguien que no hay malas palabras, sino lugares y personas no adecuados para decirlas.
Dice Octavio Paz en El laberinto de la soledad:

“El poder mágico de la palabra se intensifica por su carácter prohibido. Nadie la dice en público. Solamente un exceso de cólera, una emoción o el entusiasmo delirante, justifican su expresión franca. Es una voz que sólo se oye entre hombres, o en las grandes fiestas. Al gritarla, rompemos un velo de pudor, de silencio o de hipocresía. Nos manifestamos tales como somos de verdad. Las malas palabras hierven en nuestro interior, como hierven nuestros sentimientos. Cuando salen, lo hacen brusca, brutalmente, en forma de alarido, de reto, de ofensa. Son proyectiles o cuchillos. Desgarran...”

Hay personas que sueltan maldiciones a cada rato y se les oyen bien, como que les salen naturales. No son insultos sino un estilo de hablar, quizá como un aderezo. En cambio hay quienes sueltan una de vez en cuando pero ¡ah, cómo duelen! La intención, el tono y el lugar.

Los políticos deberían saberlo. No es lo mismo llamar a alguien catrín o fifí que naco o chairo, y tampoco prieto, en una patria donde la mayoría somos de lo que alguien llamó “raza de bronce”, y donde el color de piel determina en muchas ocasiones las oportunidades laborales, según reconoció oficialmente el Instituto de Estadística y Geografía (Inegi) en un estudio reciente. Casos sobran: un conocido me dijo que su hija presentó examen como profesora de inglés en un colegio privado y aunque sacó la mayor calificación entre los aspirantes prefirieron a un hombre de tez blanca.

Muchas de las respuestas de usuarios a declaraciones ofensivas de los políticos hablan de cómo el racismo, el sexismo y la ofensa son el pan nuestro de cada día. Se les aplaude según sea su gallo, y al contrario le sueltan adjetivos al por mayor.

El insulto de género, popularizado y normalizado entre otros por los mexicanísimos albures, se oye por doquier: “le gustan los hombres”, “le hace agua la canoa” y otros más suenan lo mismo en plazas comerciales “nais” que en el mercado. Tenemos tan interiorizado el insulto, nos cuestionamos tan poco sobre el lugar desde el que hablamos que pocas veces nos damos cuenta de lo ofensivo, como sucede aún con el piropo defendido por algunas personas.

Hay quienes defienden el insulto en política como necesidad del discurso. Y no. Recordemos que en la Guerra de Troya los gritos de los líderes (Aquiles, Héctor, Agamenón) eran sobre todo arengas, y se mantenía el respeto hacia el enemigo. Ni falacias ni insultos. La comunicación es poner en común.

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