Memento mori

Entre los romanos, cuando un general regresaba de la guerra, para que hiciera su entrada a la ciudad, y en la ceremonia en su honor llamada Triunfo, se le otorgaban una corona de olivo y un esclavo. “Ya se oyen los claros clarines”, escribió Darío. Así, los gritos en su honor de la gente que lo recibía eran acompañados por la voz del esclavo, que susurraba a los oídos del guerrero: “Recuerda que morirás” o “Recuerda que eres hombre (y no un dios)”.
En el triunfo es fácil olvidar que todo pasa. Y la historia la escriben (casi siempre) los vencedores.
Olvidar es sano, a veces. No hay mente que soporte todos los recuerdos sin perderse un poco en ellos. Hay quienes pierden la razón por no poder olvidar detalles irrelevantes, porque el cerebro cuenta con una capacidad limitada de aprehender y transformar, dicen, aunque también se diga que solo usamos el diez por ciento, dato que otros han dicho que no es cierto.
Los pensamientos son electricidad, y tanta energía puede provocar que se funda un fusible o de plano que tengamos que cambiar toda la instalación.
Lo que recordamos y cómo lo recordamos es algo que deberíamos tener en cuenta un poco cada día. Recordar, dicen, es “volver a pasar por el corazón”, y es parte de lo que nos hace más humanos, tal vez.
Ejercitar la memoria es necesario, para recordar lo necesario, lo útil o lo cercano, o incluso para olvidar.
Sherlock Holmes, dice John Watson, no recordaba que la tierra es redonda, y el detective lo explicaba así en Estudio en Escarlata:

“El cerebro de cada cual es como una pequeña pieza vacía que vamos amueblando con elementos de nuestra elección. Un necio echa mano de cuanto encuentra a su paso, de modo que el conocimiento que pudiera serle útil, o no encuentra cabida o, en el mejor de los casos, se halla tan revuelto con las demás cosas que resulta difícil dar con él. El operario hábil selecciona con sumo cuidado el contenido de ese vano disponible que es su cabeza. Sólo de herramientas útiles se compondrá su arsenal, pero éstas serán abundantes y estarán en perfecto estado. Constituye un grave error el suponer que las paredes de la pequeña habitación son elásticas o capaces de dilatarse indefinidamente. A partir de cierto punto, cada nuevo dato añadido desplaza necesariamente a otro que ya poseíamos. Resulta por tanto de inestimable importancia vigilar que los hechos inútiles no arrebaten espacio a los útiles”.

Minimalismo mental, podríamos quizá llamar a la teoría del inquilino de Baker Street 221B (por cierto, ¿de qué me sirve recordar la dirección de Holmes?).
El cómo queremos que nos recuerden es otra cosa. Ya comentamos hace más o menos un año el caso de la actriz potosina Lupe Vélez (“Inmortales”, Crimentales del 29 de octubre de 2017).
“No se olvida”, es la frase más usada el 2 de octubre. “Ni perdón, ni olvido”, claman los familiares de víctimas de crímenes de Estado.
El 2 de octubre el Gobierno de la Ciudad de México decidió quitar las placas de bronce del Sistema de Transporte Colectivo Metro, que recordaban durante cuál gobierno se construyó dicho sistema: el de Gustavo Díaz Ordaz.
Hubo voces a favor y en contra: si el presidente ordenó la matanza de Tlatelolco su nombre merece ser borrado. O bien, que una cosa no quita otra, igual el Metro sigue siendo uno de los transportes más efectivos del país y se le debe reconocer.
Desde que se pusieron, como tantas otras, en tantas obras. ¿Para qué? Las placas de bronce suelen ser muestra de los intentos de pasar a la posteridad de los gobernantes en turno, para que sus nombres queden grabados, si no en oro, en letras de bronce. No aportan nada más allá de un directorio, de la ceremonia en la que una cortina corrida devela nombres de quienes están obligados a trabajar por un bien común.
¿Son necesarias las placas? No. Acaso las que más merecen respeto son las que por ejemplo los ex alumnos de una facultad dedican a su alma mater, o las que dan nombre a un aula o espacio cuando es un nombre de alguien que dedicó su vida a una ciencia o un arte, o a dicho espacio en particular.
Esos vestigios de lo faraónico son las más de las veces una manera de saltarse la Ley, que exige no dar publicidad al funcionario sino a la administración. Por algo solo en el periodo de informes pueden lucirse.
Los gobernantes, nuestros representantes y servidores públicos, más que triunfalismo y guaruras necesitan poner los pies en la tierra, con un memento mori a su medida. Con solicitudes de información, denuncias y crítica. Oír que no todo es bueno, y que siempre hay algo que pueden mejorar.
El ego es peligroso. Secretarios y directores insisten, de viva voz y en boletines, que hacen su labor “por instrucciones” de su superior, o “dado el interés” de (y el nombre de sus jefes)”, como si no tuvieran voluntad propia por hacerla.
Resulta anacrónico que en los libros de las editoriales institucionales en la página legal aún salga el directorio completo de los funcionarios en turno. Más todavía, que en el colofón se calque esa frase que parece de boletín oficial: “por instrucciones de… se editó este libro en tal fecha”.
Hay gobernantes que se han ganado un lugar en la memoria colectiva y no ha sido con endulzarse los sentidos con placas y zalamerías sino de boca en boca. “Pues Fulanito de tal sí hizo mucho”, “Perenganito dejó tal y tal”, se oye de vez en cuando. La posteridad es caprichosa, y no bastan las placas, tan tentadoras para los amigos de lo ajeno.
Somos humanos, deberíamos mantenerlo en la memoria aunque no haya alguien que nos lo esté recordando. ¿Y si tratamos de hacer algo bueno, bien hecho, por el bienestar cada día? Suena a enseñanza de boy scout, pero así es, una buena acción al día en serio deja satisfacciones.
Escribió María Elvira Lacaci (España, 1928-1997): “Yo quiero vivir al día, / lo mismo que las aves. / Ser pan de todos, sí / de los que conmigo muerden la agonía. / Y ya no aspiro a más. / Sólo a pudrirme —cuando llegue la hora— / junto a mis letras húmedas y doloridas”.
Del Estado necesitamos acciones, no palabras (así sean de bronce).

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