Modernizar desde abajo

Así lo ha planteado el nuevo gobierno federal. Es un reto formidable si se concede que, antes, prevaleció el desmantelamiento del patrimonio nacional mediante una salvaje privatización de la cosa pública. Ya es sabido y experimentado que los gobiernos del neoliberalismo “prianista” fueron “más papistas que el Papa” y llevaron al extremo su fe ciega en ese modelo económico impuesto por el gran capital financiero trasnacional. Desde los priístas Miguel de la Madrid, Carlos Salinas, Ernesto Zedillo y Enrique Peña Nieto, hasta los panistas Vicente Fox y Felipe Calderón, la presunta modernización se ha caracterizado por la persistente corrupción del servicio público, al punto de tenerse como un comportamiento tan institucional como banalizado en frases cínicas como la que reza: “el que no tranza no avanza”. Así ha sido y no debe ser más. Eso es lo que ha ofrecido el presidente AMLO y no es cosa menor.
“Modernizar desde abajo” implica consultar a la población sobre proyectos de inversión que pretendan detonar el desarrollo de una región, cuidando equilibrar distintos aspectos que no son fáciles de poner en una balanza como si se tratara de (so)pesar peras y manzanas. En todo caso, se trata de cuidar que sean propuestas integrales donde se pueda sumar positivamente y no anular esfuerzos precedentes. En el caso de la cancelación del NAIM en Texcoco, por ejemplo, ha quedado claro que se buscó dejar de llenar un barril sin fondo que, además, amenazaba seriamente la biodiversidad de la zona y pintaba para el gran negocio inmobiliario de unos cuantos políticos y magnates. Ahora, con el banderazo del “Tren Maya” en el sureste del país, se pretenden voltear las cosas, acusando que podría atentarse contra el medio ambiente y la economía natural de la región.
Ciertamente, son riesgos que se corren cuando se busca aterrizar inversiones de gran calado como los denominados “megaproyectos”, pero si se atienden oportunamente las causas que podrían provocar un impacto negativo en ese tipo de propuestas, cabe la posibilidad de su mejor concreción, sobre todo cuando es ineludible potenciarlos como opciones para un salto cualitativo en el desarrollo de una región. En el caso del Tren Maya, AMLO ha precisado que se aprovechará el derecho sobre la vía férrea que ya existe en casi la mitad del trayecto contemplado y se acompañará de un programa integral de reforestación e impulso a la economía local mediante una serie de apoyos institucionales que, acaso, podrían ser descalificados como meramente asistenciales a partir de experiencias no gratas como las del salinismo cuando enfrentó el levantamiento del neo-zapatismo en 1994, pero aquí habría que insistir que AMLO ha ofrecido algo distinto y, por lo menos, cabría otorgar el beneficio de la duda. ¿Por qué?
De entrada, por lo que ya se adelantó líneas arriba, en el sentido de que el actual gobierno ha ofrecido combatir el terrible flagelo de la corrupción y optimizar los recursos disponibles en beneficio de la mayoría de la población. Pero, también, porque es ineludible voltear a esa región del país que ha sido dejada “a la buena de Dios” y que, precisamente, recordamos antes, propició la emergencia del movimiento del EZLN en 1994 para desmentir que habíamos llegado a la cacareada modernidad que Salinas de Gortari prometía con la entrada en vigencia del TLCAN que, a la postre, resultaría de lamentables consecuencias para los productores campesinos pobres del país. La deuda con los pueblos originarios de México es enorme y tiene que ver, también, con la defensa de sus territorios y, por eso mismo, consultarlos como se debe para detener el despojo de que han sido víctimas, sobre todo por personeros del capital minero.
“Modernizar desde abajo” pudiera parecer una contradicción si nos atenemos a la célebre frase con la que inicia el texto clásico de John Womack Jr. sobre “Zapata y la Revolución Mexicana” en los siguientes términos: “esta es la historia de unos campesinos que hicieron la Revolución, precisamente porque no querían cambiar”; sin embargo, hoy queda claro que se busca cambiar desde abajo, pero con un sentido distinto al que antes se pretendió por parte del Estado mexicano, haciendo de los pueblos originarios sujetos de derecho público, cuestión que no deja de ser escamoteada por las presiones del gran capital que aspira a seguir haciendo del despojo territorial un método de acumulación. En todo caso, el Estado mexicano debe actuar como gestor de un desarrollo para los pueblos originarios que implique su involucramiento pleno, como muestra de que la democracia participativa es compromiso amplio y efectivo de la Cuarta Transformación.