Nadie

Ella era platicadora como pocas. Parece que le gusta su trabajo, por eso, mientras limpiaba, combinaba con maestría el movimiento rítmico de la jerga y un plática fluida que comenzaba usualmente con las condiciones del clima y seguía con el estatus de cada uno de sus hijos, historias sobre los trabajos en donde había estado y los nuevos olores de los limpia pisos.
Para su edad, había vivido ya bastante. No la había tenido fácil. Se casó joven, tuvo tres hijos y el marido, que antes de casarse no pasaba de ser un novio simpático y borrachín de fiestas, se volvió un ebrio consuetudinario, agresivo y experto en perder trabajos, hasta que tuvo a bien morirse de un infarto antes de que siquiera pensara en separarse de él. Así había estado mejor. Ahora salía con sus primas y amigas y su hijo, que la llevaba y la recogía. Al chavo a veces le entraba lo controlador y le daba por decirle a la mamá que no la dejaba ir a tal o cual lugar. Ella respiraba hondo y acababa haciendo lo que le pegaba la gana, como debe ser.
Sin embargo, había algo que me llamaba la atención. Al concluir la primera ronda de limpieza, ella iba y se recluía en un pequeño closet donde se guardaban los instrumentos de aseo. Se sentaba en una tina volteada y entrecerraba la puerta, con ella adentro. Pasó mucho tiempo antes de que me diera cuenta que ella estaba ahí. Simplemente acababa de limpiar y se desaparecía. La volvía a ver casi a la una de la tarde, cuando pasaba a recoger basura de los cestos y luego, se esfumaba. Nunca se me ocurrió pensar qué hacía en el ínter.
Un día al caminar por el pasillo, sentí que alguien me veía. El instinto me hizo reaccionar para buscar quién me observa. Fue entonces que descubrí sus ojos en medio de la obscuridad. Abrió la puerta y salió a saludarme. Yo me espanté, no esperaba que nadie estuviera ahí. Luego volvió a desaparecer en su clóset.
Cada año pongo a mis alumnos a leer el capítulo Máscara Mexicana, de El Laberinto de la Soledad, de Octavio Paz. Hay un paraje que inevitablemente me recuerda a la mujer del clóset: Paz narra cómo un día cualquiera, al estar en su casa, escuchó ruidos en la habitación contigua. Preguntó quién andaba por ahí. Le contestó la mujer que ayudaba en el aseo, “-No es nadie, señor, soy yo.-” Nadie, yo.
En México podemos ser alguien y no ser nadie. Nos esfumamos sin problema alguno adentro de los closets y podemos pasar la vida nulificados. No importa si nuestro natural carácter sea jovial y dicharachero. Los mexicanos podemos no ser nadie.
La semana pasada un grupo de centroamericanos, movidos por la desesperación, derrumbaron la barda que limita nuestro país con las naciones del sur. Las imágenes son desgarradoras, pero más desgarrador fue leer a algunos compatriotas, que, con comentarios despectivos, llamaron a ese grupo de centroamericanos de maneras que Trump, epítome del racismo, hubiera estado orgulloso. En el mejor de los casos, aquellos hondureños, guatemaltecos y nicaragüenses, eran unos “don Nadie”, advenedizos, buscando aprovecharse de los mexicanos.
Es cierto que este, nuestro país, a duras penas puede consigo mismo. Es cierto que millones de mexicanos no pueden encontrar trabajos y que traer ahora en la fórmula a miles de centroamericanos, complica la ecuación. Aún si éstos buscan únicamente pasar de largo por nuestro país y llegar a Estados Unidos.
Sin embargo, es de cuestionarse ese pequeño racista de clóset que tenemos dentro, y que vive ahí mismo, en la conciencia con la cual condenamos lo mal que tratan a nuestros compatriotas que viven en Estados Unidos y que dejaron México para buscar un futuro mejor.
Es cuestionable también ningunear a los que pasan ahora por nuestro país y que, si bien es cierto no guardaron la legalidad debida, también fueron llevados, al igual que muchos mexicanos, a actos de desesperación porque para ellos, no se ve un futuro posible en sus patrias.
Esta situación claramente requiere no solo de políticas claras, pero también de exámenes de conciencia colectivos. ¿Qué tipo de personas somos? ¿en qué nos estamos convirtiendo? Recordé a la mujer del closet, esa que se esconde para que nadie la vea. La que puede ser platicadora y jovial, pero que la mayor parte del tiempo, prefería encerrarse para no ser vista. La que decide no ser nadie, ni mostrar nada, porque quizá cuando salga del clóset nos asuste. Así nuestras conciencias.