Plaza de almas

La historia que este día voy a relatar es increíble. Lo único que la hace verosímil es que sucedió en Saltillo, donde siempre han pasado cosas que no pueden pasar. Tomen mis cuatro lectores por ejemplo el caso de aquel pobre señor que murió de un infarto porque un elefante se metió en su casa. Aconteció que un circo estaba cerca. Escapó el paquidermo, topó en la pared de la casa del señor, que era de adobe -la casa, no el señor-, y al desplomarse el muro el hombre despertó y vio frente a sí al elefante. Cualquiera que vea eso tendrá un infarto, y lo tuvo aquel señor. Del sueño de la noche pasó al eterno sueño por causa de un elefante huido. Eso nomás en mi ciudad se ve. Pero mi historia de hoy no trata de elefantes. Trata de un gigoló. Un gigoló, para decirlo con claridad mayor, es un padrote. El protagonista de mi relato era eso, un hombre que vivía de explotar el trabajo de varias prostitutas a quienes daba en cambio protección y simulado amor. Lo interesante es que esa profesión la desempeñaba únicamente por las noches. Durante el día era un cumplido empleado de conocida institución bancaria, cuyo gerente lo estimaba mucho por sus excelentes prendas: honradez, puntualidad, eficiencia y -sobre todo- buena conducta ante la sociedad. “Fulano es un joven modelo -decía el banquero-. Va a llegar muy lejos”. Ahora voy a decir cómo era Fulano. Era alto, espigado, de muy buena presencia. Usaba bigotito, y sus cabellos brillaban siempre a fuerza de Glostora. Mostraba amabilidad con todos, especialmente con las damas. Muy serio, no bromeaba ni con sus compañeros. Llevaba en perfecto orden su trabajo; era ejemplo de prudencia y discreción. Pero cuando salía del banco, acabadas las labores del día, Fulano se transformaba por completo, como el doctor Jekyll en mister Hyde. Su traje de modesto oficinista lo cambiaba por uno de pachuco: amplias hombreras; solapas anchas; talle acinturado; pantalón a medio pecho, con tirantes; zapatos de dos colores: blancos y cafés; cadena de oro colgando del bolsillo y un estrambótico sombrero adornado por una pluma de ave. Vestido así Fulano, y oculto tras unos lentes negros, iba a la zona y bailaba con maestría las piezas de más moda en los congales, especialmente la que se llama “Amor perdido”. Tenía la majestad de un dios. Sus mujeres y las que no eran suyas lo adoraban. Así como era bueno para el baile también era muy bueno para el pleito. Nunca se supo de alguien que le llegara a la cara con los puños; los suyos, en cambio, eran precisos y letales. Por eso lo respetaban todos, y le temían. Un día se enamoró Fulano -el del banco, no el de los congales- de una muchacha de buena sociedad. La cortejó y se casó con ella. Entonces dejó su oficio de la noche. Por una buena suma cedió a uno de sus compañeros los derechos sobre las daifas que había administrado, y en buenos términos se despidió de ellas. Las muchachas, llorosas, le ofrecieron una cena, y ahí él les dijo palabras de consuelo, y les juró que nunca las olvidaría. Cumplió su juramento. Lo sé porque cuando me relató su historia recordó, uno por uno, el nombre de las mujeres que habían formado su serrallo. Hizo carrera bancaria, en efecto. Llegó a ser pilar de la comunidad. Ingresó en un club de servicio, y en él destacó por su labor social. En los bailes del club las señoras admiraban sus dotes de extraordinario bailador. Le preguntaban dónde había aprendido a bailar tan bien. Él daba las gracias por el cumplido y les decía que una hermanita suya le había enseñado los pasos. Las señoras se enternecían, y luego se decían unas a otras -”aquí en confianza”- que al ver a don Fulano sentían un no sé qué. FIN.