Pura pantalla

El tercer debate de candidatos a la presidencia de México exhibió la pobre visión que, sólo con respecto al tema de ciencia y tecnología, tienen los personeros del PRI y del PAN. Sobre todo, la postura de Ricardo Anaya confirma que se trata de un candidato de “pura pantalla”, esto es, de alguien que hace alarde de un amplio conocimiento de las cosas, pero resulta que es más forma que sustancia, un engaño pues. Para este panista, la política de ciencia y tecnología se reduce a dotar de tabletas y dispositivos a los jóvenes estudiantes -y a la población en general- para considerar que eso es tanto como dar un gran salto al desarrollo. Como lo señaló Javier Jiménez Espriú: “confunden el desarrollo de la ciencia y la tecnología con la tecnología aplicada, no investigación sino compra de dispositivos, el negocio como divisa, confunden la gimnasia con la magnesia”.
Hasta en esto fue más específico y contundente Andrés Manuel López Obrador (AMLO), cuando ofreció pugnar por alcanzar el porcentaje mínimo de inversión estatal que, respecto del PIB, recomiendan canalizar a ese rubro los organismos internacionales. Con esa postura de Anaya, además, se confirma la incongruencia verbal del candidato panista cuando ha venido cuestionando presuntas “ideas viejas” de AMLO, cuando resulta que la “modernidad” que propone el panista es más arcaica y desfasada, amén de harto demagógica. Eso de pensar que importando tecnología, que la más de las veces ya está desfasada y es hasta obsoleta, es la gran salida al déficit en ciencia y tecnología, es por lo menos otra gran mentira de las que acostumbra Anaya, pero preocupa si de ese tamaño es, en efecto, su visión para potenciar el desarrollo de México.
Esa visión del tal Anaya fue hace tiempo superada. Se asemeja mucho, guardadas las proporciones, a las tesis “dependentistas” de los años setentas, cuando se enfatizaba que en el caso de economías como la nuestra, tildadas como “dependientes” de los países desarrollados (como consecuencia de una división internacional del trabajo que, históricamente, así nos había colocado en el mapa de las relaciones internacionales) y, por tanto, aspirando a romper ese atraso con la simple esperanza de lograr que los más fuertes se compadecieran de los más débiles, se procedía a gestionar por los personeros del Estado mexicano una transferencia de la tecnología de otros lados, pero no los procesos de conocimiento que dan origen a esa tecnología -y muchos menos impulsando su generación interna-, salvados además por una política de patentes que, de nuestro lado, ni siquiera se había auspiciado.
Así las cosas, cuando Anaya se llena la boca señalando que él es un candidato de ideas “avanzadas”, un candidato de la era de la globalización, en realidad es “pura pantalla”, mero alarde de una modernidad catastrófica que antes nos recetaron los priístas de la época de Carlos Salinas de Gortari y que tanto daño dejaron, sobre todo con las contrarreformas que abrieron la puerta a la privatización de los bienes de la nación y que los “prianistas” de última generación consumaron con las mentadas “reformas estructurales”. En contraste, AMLO ha planteado la necesidad de un desarrollo integral, fortaleciendo el mercado interno y el impulso a la educación para el desarrollo del país que, por cierto, como ya lo hemos señalado antes aquí, se ha venido materializando con la creación de universidades públicas apoyadas por “Morena”, orientadas al pensamiento crítico y la formación técnica e innovadora para el fortalecimiento de la producción nacional, tanto en la industria como en el medio rural (que a los “prianistas” parece fuera de lugar).
Del candidato del PRI, José Antonio Meade, ya ni hablar. Sus propios propagandistas lo hunden cada vez más. Ahora piden que, “sin pensar, por él hay que votar”, dizque porque “es el bueno”, así, sin más y… más gráfico no se puede. En fin, cuando al presidente Peña se le preguntó no hace mucho sobre un rumor que andaba circulando por doquier, acerca de la posibilidad de que interviniera, en su calidad de “primer priísta”, para negociar la declinación de Meade en favor de Anaya, sólo atinó a parafrasear a Sócrates (a quien seguramente nunca ha leído), espetando, lacónico: “yo sólo veo que no veo nada”. Y, en efecto, sin querer queriendo, tal parece que al presidente lo traicionó el subconsciente y soltó de su ronco pecho el pesar que lo trae abrumado. Ante la incapacidad de no poder con el paquete de cerrar bien el sexenio, Peña se hace guaje con el cúmulo de problemas sociales que ha generado su desastrosa administración y, nada mejor que aceptar a la ceguera como un mal que se ha enseñoreado en las instituciones durante su mandato y, por supuesto, entre las huestes de su partido que, de plano, aunque vieran la tempestad no se hincarían. Tanto de Meade como de Anaya ya sólo resta esperar, entonces, “pura pantalla”.