Sassicaia y Sabina

Para Luis Miguel no había verso más nítido que el de Joaquín Sabina. Y eso que no le alcanzó la vida para escuchar más allá de “La canción más hermosa del mundo”. No hubo alivio para nuestro luto, ni lo habrá; menos para mí, después de que no alcancé a que escuchara esa versión de la Niña Pastori de una de sus canciones favoritas, “Contigo” (esa de “Yo no quiero un amor civilizado...”): la traía yo envuelta como regalo para su despedida de soltero, aquel veinte de noviembre de 2004, a donde nunca llegó.
Tampoco pude descorchar ninguno de esos cabernets que guardábamos celosamente dentro del trinchero de nuestra pequeña sala. Mas La Plana. Compartíamos departamento como solteros. Cuatro de seis botellas que él había conseguido aguardaban --como reliquias, detrás de las puertitas de nogal forrado de terciopelo verde— el porvenir. No había entonces para nosotros más cabernet que Torres Mas La Plana. Una obra de arte ese 1997. No sé qué suerte tuvieron esas botellas. Las etapas de pérdida son inevitablemente nebulosas.
Desde su mudanza, para bien y para mal, es imposible no evocar a mi hermano cada vez que mi piel se eriza con la dulzura o con la fuerza de una expresión estética (o emocional, o muchas veces con una vivencia cotidiana). Todo quisiera haber compartido con él: imagino sus rodillas apretándose con un desplante de Farruquito o de Edu Guerrero; sus codos calando a diestra y siniestra al ver una verónica de Morante o de José Tomás (se perfilaba tomasista, como Sabina); sus ojos temblando con la última monería de mi hijo Miguel, con el último destello de Lucía, o con una genialidad de cualesquiera de nuestros sobrinos, que serían su vida. Pero hay días en que lo extraño más, en que su hueco y su presencia me anegan. Como ayer.
La cabernet sauvignon es la uva tinta más popular del mundo: crece y fructifica bien desde Canadá hasta la Patagonia, desde Europa hasta Sudáfrica, desde China hasta Nueva Zelanda, irradia su versatilidad desde Burdeos a todo el mundo vitivinícola, sin embargo, en su propia anchurosa disposición alcanza lo sublime sólo en unos cuantos terruños selectos: metro a metro en Burdeos (sobre todo), en España, Chile o Argentina; pie a pie en la costa Oeste de los E. U. A. o en Australia. Sí. Pero en Italia, en la Toscana sagrada y hermosa, dentro del mismo sacrosanto imperio de la sangiovese, la uva cabernet es capaz de reventar como roseta y cubrirse de caramelo; de hacerle, caro lector, suspirar.
Tenuta San Guido Sassicaia (abordaremos esta apasionante historia en otro momento --valga decir que su versión 1985 es considerado por algunos el mejor vino jamás hecho--) 2013 no es sólo un digno vicario de aquellos cabernets que se extraviaron enmedio del primer duelo, es uno de los vinos que hubiera querido tomarme con mi hermano. Por fortuna, el hombre que tuvo la generosidad de compartirme esta joya es un gran amigo, con quien se pueden disfrutar botellas especiales, risas, confidencias y entrañables canciones.
El Sassi 2013 es como un príncipe arquetípico de la mejor fantasía literaria: pleno de juventud, retando al enigma de la muerte; prodigioso, arrogante, con toda la vida por venir; quizás un pelín aturdido de tanto brío: se cree inmortal (y quizás lo sea). Pero esto no quita que muestre esfera, equilibrio, elegancia, increíble largura. Una explosión contenida.
Y Sabina... qué voy a decir de Sabina. Está mejor que cuando fue a pepenar a Inglaterra, hace mil años; mejor que cuando lo arropó la televisión; mejor que cuando se convirtió en leyenda. Sabina es hoy como ese Sassicaia 85. O ese 2103... en 2033. Brutalmente honesto y genuinamente enigmático, enamorado de su “oficio”, dueño de su ser y de su público, más poeta que nunca, generoso, sensible, con la madurez más astuta y más simpática que pudiera ofrecer una vid(a) bien exprimida. Viva el genio de Úbeda. No me cantó “Churumbelas”, que anhelaba; ni mi himno, “Esta boca es mía”, naturalmente; pero sí me hizo llorar con esa banda sonora que seguramente hubieran tenido aquellos Mas La Plana: “Contigo” y “Sin embargo”. Joaquín es como el vino ideal en su mejor momento: metalúcido, complejo; fresco y, a la vez, con solera. Su expresión es potente, impactante y, también, sabia e íntima.
El Sassi aspira a la perfección, Sabina renegará siempre de ella. Yo me quedo con lo mejor de ambos mundos: la sonrisa de mi hermano en la memoria.
Alfredo Oria Fernández - @aloria23 - aloria23@yahoo.com
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