Tatuaje priísta

“Te voy a cambiar el nombre… para guardar el secreto”, dice la letra de una popular canción de Joan Sebastian que aplica bien para retratar el esfuerzo desesperado que hace el gobierno de Peña Nieto para tatuarse la pudrición que lo ahoga y que, por extensión, afecta la percepción inmediata que sobre su partido, el PRI, tiene la mayoría de la sociedad mexicana. Por eso, los personeros del régimen que busca perpetuarse en el poder, buscaron afanosamente ponerle a su coalición electoral el mote de “Meade ciudadano por México”, pero les fue negado por la autoridad electoral, por considerar que podría presentarse inequidad y confusión con respecto a los demás candidatos de la propia coalición.
El PRI decidió no impugnar ante el tribunal electoral del poder judicial de la federación esa resolución del INE, alegando (paradójicamente) que le asiste la razón, pero (suponemos sin conceder) pretendiendo mostrarse como muy respetuoso de la legalidad electoral, aceptando finalmente cambiar a “Todos por México”. El punto que interesa destacar en todo este desaguisado es el fondo del asunto que delata el juego de las formas a que es tan afecto ese partido y que no es otro que la grave crisis de credibilidad que padece la marca “PRI” en el imaginario social, amén de la crisis de identidad que se ha generado en su interior al postular a un “externo” que pide que “lo hagan suyo” los desconcertados militantes del tricolor.
Pero también refleja esa disputa por el nombre de la coalición de marras, aún y cuando ya llegó a su fin, el problema urgente de posicionar a un personaje que no es ampliamente conocido por la generalidad de la población y que, además, carece hasta el momento de un discurso convincente que mueva, de perdido, la curiosidad de buena parte de los electores indecisos o no comprometidos con algún partido; de allí que se recurra a “estrategias publicitarias” tan “sui géneris”, por decir lo menos, como esa de plantear que “se pronuncia ‘mid’ pero se escribe Meade”, como si con eso de lograra despertar el entusiasmo de buena parte de la gente que está harta de que le jueguen el dedo en la boca.
El asunto, pues, tiene que ver con el lugar común de ponderar el peso de las personas sobre las instituciones partidarias, toda vez que, en efecto, el desprestigio de los partidos es tal que la gente prefiere referirse a las siglas que identifiquen a los candidatos más que a las de los partidos. En esa lógica, era de entenderse el propósito gobiernista de propagandizar el apellido Meade y no las siglas del PRI, sobre todo cuando el acrónimo AMLO lleva ya buen rato identificado por la gente y es más fácil de retener en el imaginario popular que el nombre de alguien que se escribe de un modo pero se pronuncia de otro. En suma, en el amplio universo de las siglas que son utilizadas de manera comercial (incluyendo aquí lo político-electoral), es importante capitalizar el impacto que un nombre específico puede tener para un proyecto en particular.
En “La Babel de las siglas”, Vilma Fuentes nos recuerda que a pesar de que el lenguaje de las siglas es el de las modernas burocracias, que frecuentemente “pretenden decir todo y no dicen nada”, es de todos modos el lenguaje por el cual “el poder es a la vez visible e invisible, anónimo y todopoderoso, expresado, pues, por siglas”, sobre todo cuando se trata de siglas que por el peso inexorable del tiempo arraigado se traducen hasta en una suerte de verdad o autoridad inescrutable por el simple hecho de ser pronunciadas, como “cuando usted habla de la ONU, por ejemplo, y se da por sentado que su interlocutor, incluso si es incapaz de explicar qué significan exactamente esas tres letras mágicas, se incline con respeto ante la autoridad de las siglas de las cuales ni siquiera conoce el sentido” (en “La Jornada Semanal”, 21 de diciembre de 2014). A “contrario sensu”, imagine el sentimiento que se despierta en no pocos interlocutores, cuando usted empieza a hablar de siglas partidarias específicas.
El peso de las siglas, nombres y demás formas de referirse en el lenguaje a personas que representan proyectos políticos, implica un desafío importante en la carrera electoral, al extremo que, en el caso de AMLO, no ha faltado, incluso literariamente, pretender cambiar el acomodo de las letras para tratar de dar un sentido distinto al nombre que conllevan, como en una novela de Jaime Sánchez Susarrey, titulada “La victoria”, y que apareció antes del proceso comicial presidencial de 2006, se refiere a una presunta alteración del nombre de López Obrador como Manuel Andrés, para dar a entender que su acrónimo sería en todo caso el de “MALO”, con toda la intencionalidad perversa de una ficción que pide ser superada por la realidad. De esto a las recientes descalificaciones tipo vínculos con Venezuela y los rusos no hay mucho trecho, tal vez considerando que, al final del día, algo queda.