Tianguis cultural

Exposiciones, presentaciones editoriales, charlas (pomposamente llamadas “conversatorios”, algún concierto. A veces (por no decir casi siempre) me entero tarde de la oferta “cultural”, pero siempre hay algo interesante.
Como cada semana, fui al tianguis de la avenida Salvador Nava el domingo pasado. Los olores, las canciones y los sabores atacan a los sentidos sin piedad. Allí, una familia rubia platicaba en alemán, otra de ojos rasgados comentaba algo en japonés. Más allá, una familia al parecer potosina interrogaba a un migrante sudamericano sobre las dificultades y malos tratos que ha tenido que enfrentar.
Un tianguis cultural, además de lo demás.
Tianguis Cultural. Así se llamaban la columna y el programa de radio de Rogelio Hernández Cruz, uno de los grandes periodistas culturales que han dado estos rumbos. Eran espacios para voces no oficiales, para los barrios y los artistas alternativos, espacios de difusión y crítica de los que hoy muchos extrañamos, cuando todo es supermercados e hipermercados, incluso en la cultura.
Lo primero en esos espacios de Roy era diferenciar arte y cultura, que incluso desde la visión oficial parecen confundirse. Se le llama festival cultural a una serie de presentaciones sin historia, sin búsqueda de resultados y de públicos a largo plazo; y se oferta el arte como cultura del ocio, del “tiempo libre”.
La cultura —o lo artístico, uno de sus aspectos más visibles, un derecho humano— es un espacio menor en los medios. Pocos cuentan con sección cultural fija, y los antes numerosos y competitivos “suplementos” hoy son arcaismos. La cultura se ha vuelto líquida, multiforme y casi nadie da cuenta de ello. Hay sobreoferta de actividades, pero se ha reducido el tiempo para disfrutarlas, con sus gratas excepciones.
Todo va de prisa, el reloj no se detiene y las redes sociales reclaman nuestra atención. Los prejuicios y la discriminación siguen ahí, tratando de apoderarse de todo, y los que lo saben (ciertos políticos, varios intelectuales, muchos empresarios) tratan de aprovecharlos para llevar agua a su molino.
Si no tenemos cuidado, nos pueden volver locos. Al parecer, ya lo han logrado con varias mentes.
Ya lo advertía Quico Nietzsche: “La suma de los sentimientos, conocimientos, experiencias, es decir, toda la carga de la cultura, se ha hecho tan grande, que existe el peligro generalizado de una sobreexcitación de las fuerzas nerviosas y mentales”.
Esta semana oí los comentarios de Javier Sicilia, Ana Laura y Eudoro Fonseca, y de Tomás Calvillo a propósito del libro de este último, El rapto de la interioridad. Coincidieron en el cambio que vivimos, la necesidad de recobrar una presencia interior, en reflexionar sobre nuestro estar en el mundo que nos arrastra hacia quién sabe dónde. En lo enriquecedor del Silencio.
Eudoro citó a Walter Benjamin, acerca de la reproductibilidad de la obra de arte. Ya no es necesario ir en peregrinación a los santos sepulcros del arte, y en los conciertos los encendedores ya no se elevan en comunión, sino que son los celulares los que ven por nosotros, en búsqueda de likes.
No es el fin de los tiempos, dijo Sicilia, pero sí es el fin de una época, y hay que ver qué pasa, darnos tiempo para el goce y el autoconocimiento. Vivimos la compactación de los tiempos, la nostalgia de lo inmediato gracias a la tiranía y libertad que nos da internet, donde tienen el mismo peso Shakespeare que el que más recientemente amaneció poeta y donde seguramente me leerá la mayoría, por cierto.
Va un fragmento del libro:
“Al querer ocupar todo el universo, el ser humano se está quedando sin su lugar. El endiosamiento de lo virtual, cuya naturaleza es evasiva y fugaz, es la tragedia de un incesto tecnológico, donde la política corre el peligro de ser sólo un instrumento más para ejercer el trabajo sucio de mantener el control social a como dé lugar”.
El arte como parte del mercado ha sido estudiado por muchos autores, entre los que recomiendo siempre a Pierre Bourdieu. De entre sus textos, todos apropiados, va este fragmento:
“en realidad se trata aquí de un combate entra un poder comercial que pretende extender al mundo entero los intereses particulares de los “negocios” y de los que los dirigen; se trata de una resistencia de la cultura que se basa en la defensa de la universalidad de las obras culturales que son producidas por la internacional apátrida de sus creadores”.
Hace unos días se suscitó un debate interesante a propósito de la película Roma, de Alfonso Cuarón, quien se quejaba de las pocas salas mexicanas en las que sería exhibida. Pero él ya había hecho un contrato con Netflix, la dueña de la exhibición en línea, de paga, para que la transmitan desde el primero de diciembre. De lo que se trata es de dónde pagamos para ver esta cinta, que ha cosechado grandes críticas y que ha llevado a su protagonista, Yalitza Aparicio, a posar para la revista Vanity Fair. Recomiendo leer al respecto el texto “Alta costura y alta cultura” del mismo Pierre Bourdieu.
Los tiempos cambian, y los productos artísticos (llámense películas o pinturas, así sean autodestruibles como la de Bansky) no son la excepción. El mercado es un monstruo que busca imágenes y voceros, se apropia de diseños y palabras, de movimientos y reclamos. Conviene repensar las expresiones culturales locales y alternativas, las bandas locales, las casas de barrio, las plazas y jardines.
Además de Bourdieu, están Weber, Bauman, Judt, muchos autores testigos de los cambios nuestros de cada día. Para Segismundo Freud “la cultura no significa tan sólo coerciones y restricciones para el ser humano sino una verdadera protección contra sus propios aspectos destructivos que, en caso contrario, terminarían por aniquilarlo”.