Un poquito más que el mundo

Mi mamá cuenta que cuando Vani llegó por primera vez a la casa, yo, que tenía un año y medio de edad, me fui a meter en la primera esquina que encontré y lloré a mares. El gusto de ser hija única me duró poco, así que supongo que las lágrimas reconocían el fin de mi reinado.
Mi hermana y yo somos diferentísimas. De niña, Vani era china, yo lacia. Ella siempre traía el cabello corto, yo largo. Vani tenía una imaginación bruta. Le gustaba contarnos lo que había soñado con lujo de detalle, pero siempre alcanzaba un punto en donde anunciaba: -“Bueno, esto ya lo estoy inventando”- y le seguía como si nada. Vani siempre tuvo un ejército de amigos imaginarios con los que platicaba en animadas conversaciones. Yo le envidiaba su pandilla, porque cuando estaba con ellos, realmente no necesitaba a nadie. Creo que en algo tengo la culpa. Todavía recuerdo a aquella monita gritando: “-¡Mamá, Yolis no quiere jugar conmigo!”- Y claro, como la aguafiestas de su hermana no quería jugar de a de veras, tenía que conseguirse compañeros de a mentiras que resultaran más eficientes.
Vani siempre supo a qué jugar: a ella fue a la que se le ocurrió aquello de atrapar moscas con los coladores de la casa, persiguiéndolas por todos lados para luego encerrarlas en vasos de vidrios. Para entonces, ya estábamos tan cansadas, que las moscas se nos iban al primer descuido.
Vani inventó los gapitos, que eran globos medio llenos de agua o harina a los cuales les pintábamos caras y nos entreteníamos por horas cuidándolos, bañándolos y aventándolos hasta que se reventaban. Perdía la que tenía menos gapitos sobrevivientes. A los muertos, los enterrábamos en solemne ceremonia, bajo los rosales de mi mamá.
De niñas, pasamos horas jugando en el jardín de la casa. Nos gustaba revolver la tierra con palos, encontrar gusanos, regar el pasto, cortar duraznos de los dos árboles que hay en cada extremo y ver como Candy, nuestra cocker de la infancia, se los comía sosteniéndolos con sus patas delanteras hasta dejarlos perfectamente bien pelados.
Vani y yo nos peleábamos un montón. Un día, me acuerdo que la saqué tanto de quicio, que en plena hora de la comida me aventó su plato de sopa. Yo me sentaba a su izquierda, y el guamazo me cayó desprevenido. Acabé ensopada. Literal. Nos dieron una santa regañiza a ambas, que Dios guarde la hora. Con Vani, aprendí a medir fuerzas y a negociar: su pantalón, por mi chamarra, mi lápiz por su sacapuntas.
Dormimos en el mismo cuarto hasta la adolescencia, cuando ya no nos aguantábamos. Ella dormía escuchando música, yo leyendo. A mí me molestaba su ruido, a ella mi luz. Entonces, sabiamente y antes de que aquello degenerara en batalla campal, mi mamá dispuso cambios, nos dio cuartos paralelos y la que era nuestra recámara se convirtió en la sala de la tele. Aun así, continuamos con una sagrada tradición: ataques de simpleza nocturnos. No se por qué las noches se volvían perfectas para contar cualquier tarugada y acabábamos riéndonos a lo bestia hasta que mis papás nos mandaban callar, cosa que provocaba exactamente lo contrario y teníamos que ahogar risas entre las cobijas. Cuando tuvimos cuartos separados, la cosa siguió, cada una en su respectiva cama, pared de por medio. Lo mismos ataques tuvimos en vuelos larguísimos o en viajes eternos en carretera.
Ya más grandes, ella siempre dispuso el destino, encontraba itinerarios y nos hizo ir a lugares que no se nos hubieran ocurrido. Volviendo de China fue cuando Marcos y yo anunciábamos que nos casábamos y nos iríamos a vivir a Canadá. Al irnos, nos dejó un video con instrucciones para ver ya cuando estuviéramos allá. Grabó a todos nuestros amigos despidiéndonos. Y al final, un letrero que decía, parafraseando a Benedetti: “El mundo y yo te queremos demasiado, pero siempre yo, un poquito más que el mundo.”
Todo eso me vino de golpe el jueves, cuando yendo a dejar a mis hijos temprano, sobre Carranza, vi el coche de mi hermana hecho añicos. Yo circulaba sobre la avenida y alcancé a ver adelante una pelotera que se empezaba a formar: “-Alguien chocó-“, dije. Seguimos avanzando una cuadra y justo a la altura de la Casa de la Cultura vi el carro. Se me paró el corazón. “-No es Vani.-“ le dije a mis hijos. Luego sentí escalofríos. Me orillé, cosa que jamás hago, porque sólo entorpece el tráfico y causa que los servicios de socorro se retrasen. Pero esta vez algo me dijo que tenía que detenerme.
Entonces, vi la espalda de mi hermana. Sus chinos. Y vi el coche. Busqué a mis sobrinos. Los vi a los dos, sentados en la calle. Volví a ver el coche. Mi hermana estaba viva. Mis sobrinos estaban vivos. Golpeados, asustados, llorando, pero vivos. Ellos circulaban sobre Juan de Oñate, semáforo en verde. El conductor que circulaba sobre Carranza no hizo alto. La embestida hizo que el carro de mi hermana, que iba también a dejar a mis sobrinos a la escuela, diera una vuelta completa y luego trompeara. Ambos lados del carro golpeados. Parabrisas trasero hecho añicos, ventana de copiloto deshecha. Los del otro vehículo estaban vivos también y sin lesiones mayores. Aquello pudo haber sido una tragedia espantosa. Pero no fue. Los cinturones de seguridad fueron cruciales para salvar a mi hermana y a sus hijos de heridas mayores e incluso de haber muerto. Eso y alguna fuerza suprema que los protegió y tomó el golpe por ellos.
Yo me concentré en llamar al seguro, hacerme útil como fuera, ver que mis sobrinos llegaran al hospital. Ver que Vani se sintiera segura. Marcos se quedó con Buchi, mi cuñado, que llegó a la velocidad del rayo. No puedo ni imaginar lo que Buchi sintió al ver a su familia mallugada, pero bien.
Yo quería llorar, pero no pude hasta que mi mamá llegó al hospital. Todos somos muy fregones, hasta que vemos a nuestra mamá. Temblé de miedo a lo que pudo haber pasado.
Mi hermana y yo nos llamamos todos los días por teléfono. Aunque sea cinco minutos, generalmente por las mañanas. Valoro más que nunca ese momento.
Quiero agradecer a todas las personas que se detuvieron a auxiliar a mi hermana. Caras conocidas y desconocidas que recogieron las cosas que salieron volando, que dejaron su chamarra para que mis sobrinos dejaran de temblar, a los que los confortaron diciéndoles que todo iba a estar bien, a los médicos que iban pasando y se detuvieron a revisarlos de primer momento. A los paramédicos que llegaron poco después, a los agentes de tránsito que mantuvieron la cordura.
Y a ti, Vani, bien lo sabes: “El mundo y yo te queremos demasiado, pero siempre yo, un poquito más que el mundo.”