Y ahora, ¿a quién vamos a odiar?

En realidad, nunca me ha encantado Luis Miguel. Reconozco que tiene una voz privilegiada y que sin sus versiones de boleros habría canciones que habrían ya pasado al olvido. Sin embargo, el tipo me parece pagado de sí mismo, así como bordadito a mano, diría mi abuela. Sangrón, en pocas palabras. Así que nunca he ido, ni se me ha antojado, pagar por asistir a alguno de sus conciertos. Si me regalan el boleto, voy sin bronca, pero hasta ahí.
Con tales antecedentes, obviamente la serie no me llamó ni mínimamente la atención, hasta que en las conversaciones cotidianas se volvió tema y yo no entendía nada de lo que estaban diciendo. Así, a instancias de mi prima Leticia y de mi hermana, quienes aseguraron que me iba a divertir viéndola, comencé a recetármela. La verdad, es que aquello es un culebrón de dimensiones épicas que tiene como finalidad revivir la comatosa carrera del Sol de México; pero efectivamente, me divertí viéndola a pedacitos, porque honestamente hubo partes aburridérrimas donde apachurré el bendito botoncito de adelantarle. Y lo mejor de todo, es que ya entendí todas las pláticas en donde se beatificaba a la pobre Marcela y nos compadecíamos del pobre Luismi: de veras, ¡antes se nos logró el muchacho!
Sin embargo, lo mejor de todo, fue Luisito Rey y el fenómeno que desató. No deja de sorprender cómo un personaje prácticamente desconocido, se volvió el villano nacional. Supongo que hacía falta uno, para establecer de nueva cuenta el eje de la moral nacional. Verán ustedes, en este país nos gustan las cosas delineaditas y sin matices. Necesitamos distinguir claramente entre los buenos y los malos; los santos y los demonios. Generalmente encontramos entre las figuras públicas a alguien al que endilgamos las bondades propias de la Virgencita de Guadalupe, y necesariamente a su contraparte, la personificación del mismísimo demonio.
Recuerdo que en primaria así nos enseñaban la historia: como si fuera una batalla entre el bien y el mal. Los españoles eran malos, malísimos y el cura Hidalgo un inmaculado varón que acabó con la cabeza de piñata en la Alhóndiga de Granaditas. Madero era un liberal impoluto enfrentándose en gesta heroica en contra el maldito Porfirio Díaz. Zapata y Villa fueron un ejemplo a seguir que lucharon por ideales nobles contra el traidor de Victoriano Huerta. Y sí, pero no. Cada personaje de la historia tiene sus claroscuros y hasta la madre Teresa tenía sus cosas.
Así, después de su sexenio y en épocas recientes, Carlos Salinas de Gortari se volvió en el villano favorito de finales del siglo pasado. Sin duda alguna, el hombre tiene de santo lo que yo de alta, pero se le han atribuido acciones que requieren poderes sobrenaturales que ni Maléfica alcanza. Y ya vimos que según Disney, hasta la bruja de los cuernotes tiene su corazoncito. La cosa es que Salinas pasó de moda. Ya no significa nada para la gente que nació a finales de los noventa. Ellos no vivieron el “error de diciembre”, ni la manipulación electoral, ni nada. Para esa generación, si a caso, Salinas es el papá del esposo de Ludwika Paleta y punto.
Usualmente el presidente en turno llena parte de ese hueco de maldad nacional que tanta falta nos hace para después buscar referentes de bondad, pero en este sexenio, a lo más que llegamos, fue a hacer noticia de los gazapos verbales del presidente Peña. No hubo villano ejemplar nacional, de esos malos-malos estilo Catalina Creel. Y luego, llegó Luisito Rey.
El malogrado cantante español (español, si, esos de la conquista) se portó como un desgraciado con un pobre chavito talentoso al cual explotó hasta que se cansó. Ignoró a sus otros hijos, fue vicioso y gastalón. Repugnable. Yo no se qué tanto podemos fiarnos de una telenovela biográfica (sospecho que no mucho), pero tantito que haya sido y otro tanto de una buena actuación, llenaron el espacio vacío del personaje que necesitábamos odiar.
Estaría a todo dar que realmente el mundo se dividiera en buenos o malos y que, de preferencia, usaran gafete de identificación. Todo sería más fácil. Lo que haga el malo no hay que hacerlo y hay que imitar lo que haga el bueno. Así de sencillo. Este dual simplismo moral sería ideal para aquellos que no les libra el cerebro mucho que digamos, para aquello de cuestionarse las propias acciones y discernir consigo mismo la propia identidad. La complejidad humana no se agota con tajantes colores primarios y prefiere una paleta de matices que constantemente nos recuerden los intrincados seres que somos.
Lo malo del asunto es que (spoiler alert), Luisito Rey ha muerto. AMLO no entra hasta diciembre y Peña Nieto ya fue. Nos hemos quedado sin ejemplo de malditura. Por eso entiendo el descontrol que suena a reclamo, que he leído en redes sociales desde ayer: y ahora, ¿a quién vamos a odiar?
Por piedad de Dios, ya mándenos otra serie o adelántenos el sexenio, que uno no se puede estar así. ¡Joder Micky!