Había días blancos que parecían que habían amanecido con una caligrafía limpia.
Aspirábamos los últimos instantes del año… entre el aroma a canela, ponche y el atole de vainilla que preparaba mamá con ayuda de mi abue Carmelina. Desde el balcón de nuestras habitaciones se veía el sol radiante de diciembre, el cielo azul intenso y el aire gélido que se colaba entre las cortinas de gasa, volviendo loca a María quien se esmeraba por tener limpia la casa y luchaba contra el polvo, el método mas sencillo era, cerrar las ventanas. Pero el instinto navideño lo evitaban… las vainas de canela explotaban en la leche entera mientras sucumbíamos al viento que parecía reírse de María.
Mamá decía que el día 24 de diciembre debíamos de ser buenos para que Santa se viera espléndido con los niños… entonces desde que amanecíamos, además de aspirar la canela, la vainilla y el piloncillo del ponche, se respiraba paz. Los hermanos no peleábamos, mamá no nos regañaba, Carmelina no nos perseguía, y papá trabajaba hasta tarde. ¡Ay, papá! Era un poema de Becker. ¿Saben qué hacía? Llegaba del consultorio con una cena de pavo almendrado, pasta, y pastel de la condesa, para regalárselo a María. María: ama de llaves que servía a la casa. Tenía tres hijas pequeñas y ¿saben? Papá era el único que pensaba en ella. Además de la cena que le regalaba a la mujer delgada de piel de bronce y hombros caídos, le regalaba juguetes nuevos que había comprado en la juguetería Félix, para sus tres hijas… alguna vez reclamé celosamente que esas niñas recibieran juguetes de papá. “No lo comprenderás hasta que crezcas y seas madre”. Me dijo ese hombre sabio de mirada dulce. Con sus manos grandes de cirujano, acariciaba mi cabello reiniciándome. ¿Saben? Hoy trato de imitarlo, quizás sea una copia mala de mi padre, pero, en el punto que coincidimos durante nuestra estancia en la tierra, aprendí de él a dar a manos llenas, esperando solo a cambio que algún día mis hijos, sean también río de agua que corre cristalina.