Cuando éramos niños solíamos colgarnos de los árboles, digan si no, y ver el mundo desde otro punto de vista, el cielo era la tierra y la tierra era el cielo, En el lienzo celeste se despliegan, mil destellos que la mirada atrapan.
El cielo, infinito y eterno, inspira versos que el alma desatan.
Bendita infancia llena de magia y de alegría. Aquellas pupilas que teníamos a manera de binoculares encontraban portentosas bellezas en el cielo como en la tierra. El único puente que unía era la sensibilidad y la inocencia, un toque de fe y un gran amor hacia la vida. La vida crecía inundada de momentos que solo los niños saben guardar. El sol se fundía con las estrellas y la tierra se confundía con el cielo. El juego era un puente que conectaba los sueños con la realidad, y nosotros, pequeños viajeros, recorríamos este paisaje suspendido donde todo parecía posible. Colgarnos de los árboles era una forma de ver el mundo desde otra perspectiva, con la cabeza hacia abajo, como si nos atreviéramos a invertir las reglas del universo. En ese espacio entre la risa y el viento, donde todo se desbordaba de magia, el mundo era un lugar completamente nuevo. A través de esos ojos ingenuos, todo lo que tocábamos se transformaba en maravilla. Las flores no eran solo flores; eran mundos enteros esperando ser explorados, las piedras eran pequeños universos, y el aire era un abrazo invisible. Éramos pequeños magos capaces de ver lo que el mundo ocultaba a los adultos. No había límites, solo horizontes infinitos que abrazaban nuestra inocencia. Qué lindo el mundo al revés, cuando los sueños se elevaban por encima de las preocupaciones y el tiempo parecía detenerse para dejarnos soñar.