Hablar del Premio Nobel de Literatura es hablar de prestigio, pero también de silencios. Desde 1901, este reconocimiento se ha convertido en el escaparate más visible de la palabra escrita. Cada nombre anunciado desde Estocolmo se torna en brújula cultural: ahí están Faulkner y Hemingway, Camus y Beckett, Sartre que lo rechazó, Toni Morrison como símbolo de la literatura afroamericana, o Kazuo Ishiguro, entre la memoria y la ciencia ficción. Sin embargo, toda lista ilumina y también oscurece.
En América Latina, el Nobel ha tenido momentos estelares. Gabriela Mistral en 1945 fue la primera voz latinoamericana —y la única mujer de la región hasta ahora— que recibió el premio. Más tarde vinieron Miguel Ángel Asturias en 1967, Pablo Neruda en 1971, Gabriel García Márquez en 1982, Octavio Paz en 1990 y Mario Vargas Llosa en 2010. Una nómina breve para un continente cuya tradición literaria ha marcado el rumbo de la narrativa del siglo XX y XXI.
¿Qué decir de las autoras? América Latina ha dado figuras inmensas que todavía no aparecen en la lista: Rosario Castellanos, una de las grandes voces de la identidad femenina y de los pueblos indígenas; Elena Garro, cuya imaginación teatral y narrativa anticipó la renovación de la literatura mexicana; Clarice Lispector, con su prosa enigmática que transformó la intimidad en revelación filosófica. Todas ellas, ausentes. El Nobel, que debería reflejar la pluralidad de la literatura mundial, ha demostrado ser históricamente desigual con las mujeres.
Hay, además, una constelación de nombres que se nos fueron sin haber recibido la llamada de la Academia. Pensemos en Borges, quien reinventó la narrativa universal con sus laberintos y espejos, y dicha omisión es una herida abierta en la historia del premio. O en Julio Cortázar, cuya obra transformó para siempre el cuento y la novela. Mi Juan Rulfo, con apenas dos libros, capaz de condensar la desolación y el mito de México entero. Todos ellos murieron sin el Nobel, y quizá esa ausencia cuestiona y habla más del premio que de ellos mismos.
Y, claro, siempre tenemos nuestros favoritos. ¿Los míos?... la “ñ” del español latinoamericano que hoy encarnan la vitalidad de nuestra literatura. La uruguaya Ida Vitale, con su poesía luminosa y precisa. La mexicana Cristina Rivera Garza, con su obra híbrida, radical y profundamente crítica, capaz de romper las fronteras entre historia, ficción y memoria. También el chileno Raúl Zurita, cuya poesía marcada por el dolor y la resistencia se ha vuelto canto colectivo; o César Aira, el argentino inagotable, que con su imaginación lúdica ha ampliado las posibilidades de la novela contemporánea. Si alguno de ellos recibiera la llamada de Estocolmo, no sería un accidente, sino un acto de justicia literaria.
El Nobel no deja de ser, también, un espejo de la política cultural de Occidente. Durante décadas, la Academia favoreció voces europeas y, en particular, masculinas. De los más de cien galardonados, apenas 17 han sido mujeres. La proporción es aún más escandalosa cuando se piensa en la riqueza de la literatura latinoamericana femenina. El Nobel parece lento para escuchar lo que ya es evidente: las mujeres han transformado la literatura tanto como los hombres, y su exclusión no se justifica más que en inercias de poder.
Hoy, cuando cada año esperamos la noticia de Estocolmo, no solo escuchamos un nombre. También escuchamos las ausencias. Y esas ausencias nos recuerdan que la literatura es más grande que cualquier galardón. El Nobel importa, sí, porque ilumina; pero también porque obliga a señalar lo que aún queda en la penumbra. Y ahí, en esos huecos, es donde late el desafío: leer más allá del canon, volver a las escritoras ignoradas, a los autores no premiados, y reconocer que el mapa de la literatura nunca estará completo si se mira solo desde Suecia.
vanessacortesc@hotmail.com