TLATELOLCO, LA MEMORIA EN LA LITERATURA

La historia de un país no se mide únicamente en sus victorias, también en sus cicatrices aun sangrando. El 2 de octubre de 1968 es una de las más hondas en la memoria mexicana: la matanza de Tlatelolco marcó a generaciones enteras y sigue siendo una herida abierta que nos recuerda la importancia de no olvidar. Aunque quienes nacimos después de esa fecha no fuimos testigos directos, el deber de la memoria nos alcanza, porque la impunidad, la corrupción, el abuso de poder y la represión siguen siendo amenazas que no podemos ignorar.

El movimiento estudiantil de 1968 no fue un episodio aislado, sino la expresión de un México que buscaba democratizarse, exigir libertades, cuestionar al poder autoritario y visibilizar la fuerza de los jóvenes como agentes de cambio. El gobierno respondió con represión, censura y violencia. Tlatelolco fue el punto más doloroso, pero también el más revelador: el Estado se mostró dispuesto a aplastar cualquier voz disidente en nombre del orden.

Frente al silencio oficial, la literatura se convirtió en testimonio y en acto de resistencia. No es casual que una de las obras más recordadas sea “La noche de Tlatelolco” de Elena Poniatowska. A través de crónicas, voces de estudiantes, madres, testigos y sobrevivientes, Poniatowska construyó un mosaico que no permite el olvido. Su fuerza no está solo en el registro documental, sino en la manera en que devuelve humanidad a quienes el gobierno intentó reducir a cifras.

Carlos Monsiváis, por su parte, dedicó “Días de guardar” a examinar al México contemporáneo, evidenciando el contraste entre la modernidad que el régimen quería mostrar al mundo —con las Olimpiadas de 1968— y la realidad de un país atravesado por la represión. Monsiváis desnudó las contradicciones de una sociedad que intentaba, por un lado, modernizarse, y por otro, negaba las libertades más básicas.

Octavio Paz también dejó una reflexión imprescindible en “Posdata”, escrito tras su renuncia como embajador en India en protesta por la masacre. Desde su lugar como intelectual, señaló la profunda crisis moral y política del sistema mexicano, confirmando que el 2 de octubre fue más que una tragedia: fue un quiebre en la confianza entre ciudadanos y Estado.

La memoria no se reduce al testimonio directo, también se prolonga en la imaginación literaria. Jorge Volpi en un exquisito ensayo titulado: “La imaginación y el poder: historia intelectual del 68”, ha recordado cómo los artistas e intelectuales vivieron y reinterpretaron aquel movimiento, subrayando la necesidad de leerlo no solo como un hecho histórico, sino como un espejo de nuestras tensiones culturales.

José Revueltas, encarcelado por su participación en el movimiento, escribió “El apando”, una novela que, aunque no aborda directamente la matanza, refleja con crudeza el ambiente represivo y la vida carcelaria de la época. Su escritura es a la vez denuncia y símbolo de la persecución a los disidentes.

Fernando del Paso, en “Palinuro de México”, también incluyó como personaje al movimiento estudiantil, recordando que la literatura no solo documenta, sino que crea memoria colectiva desde la ficción, uniendo lo histórico con lo poético.

Además de los libros, el 68 mexicano ha dejado huella en el cine, la música, la fotografía, las artes plásticas y gráficas. Los carteles, los murales, las pancartas y las imágenes que circularon entonces forman parte de un archivo cultural que mantiene viva la memoria. El arte se volvió un lenguaje común de resistencia, un espacio donde se gritaba lo que en la plaza había sido silenciado. A más de medio siglo habrá que preguntarnos ¿cómo transformamos esa herencia en acciones presentes que abran horizontes o caminos menos mermados sobre la democracia y libertad? Por lo pronto, la literatura y el arte están ahí resguardando la memoria colectiva que delinea los pueblos. 2 de octubre, no se olvida.

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