Así, sin explicación. Sin un momento exacto al que pudiera volver para decir: “aquí se rompió todo”. Solo pasó. Te fuiste alejando de a poco, con pasos tan suaves que casi parecían cuidado… como si no quisieras que lo notara. Pero lo noté. Lo sentí en los silencios donde antes vivían nuestras risas, en las respuestas breves que reemplazaron a esas conversaciones infinitas que solíamos tener sin mirar el reloj. Dejaste de estar incluso cuando aún estabas, y no hay engaño más sutil que ese: la presencia vacía. Y entonces, un día, simplemente ya no estabas. Me soltaste. No lo digo como quien dramatiza, ni como quien no entiende que la vida cambia. Lo digo con la calma con la que se asume una verdad que ya no puede evitarse: me soltaste. Yo seguía ahí, aferrado a los restos de lo que fuimos, intentando sostener una conexión que ya solo existía de mi lado. Me quedé hablándote en mi cabeza, como si aún me escucharas. Hasta que entendí, tarde, que tu silencio no era olvido, era decisión. Y entonces caí.
Me soltaste, y con ese gesto te llevaste más de lo que imaginas. Me quitaste la certeza de lo inquebrantable, la ingenuidad de creer que hay lazos que nunca se desgastan. Me dejaste con las manos vacías, y con una pregunta que pesa más que cualquier ausencia: ¿realmente estuviste, o fui yo quien creyó que lo hacías? Me soltaste de tus manos, amigo.
Y aunque me cueste aceptarlo, ya no me podré agarrar. Porque cuando una amistad se rompe sin despedidas, sin explicaciones, sin siquiera una mirada final… no solo se pierde al otro. También se pierde una parte de uno mismo que solo existía cuando el otro estaba.
Cale Agundis ®?