Las flechas indomables que le dieron miedo a Cortés

En 1522, camino a Pánuco, Hernán Cortés y sus huestes se enfrentaron con uno de los bastiones indómitos del Imperio Mexica y no le fue nada bien

CIUDAD VALLES.- Tenía que matar a Garay, porque el asedio iba a continuar y la Corona estaba reclamándole la insubordinación a Diego de Velázquez. Así que se decidió por ir a Pánuco y contar con dos opciones: enfrentar a Garay, quien lo superaría en número de soldados o persuadirlo para que también traicionara a Velázquez y negociar señoríos y regiones completas con ese dolor de cabeza al que llamaban “El adelantado”. 

Desde el sur, lo tortuoso era el cambio de clima. Los rasos y los guardias empezaban a menguar sus fuerzas por esa bruma de porquería que se pegaba a las armaduras y a los calzones, volviendo la piel viscosa, embadurnada de costras de mugre y de desesperación. 

El agua era otro lastre. Se terminaba rápido. La sed arenaba la lengua cada hora y media, las jaquecas por la deshidratación y los zancudos enloquecían a más de un guerrero que perdía contra el bochorno de invernadero que comenzaba a calarles en esa selva inmunda donde el rugido del tigre agravaba la crisis. 

Hernán era voluntarioso a ultranza. Fingía fortaleza para animar a los solados que reculaban frente al monstruo verde. Pero con Garay convencido o abatido, él podría gestionar con la corona una licencia para seguir siendo el señor de las tierras mesoamericanas, sin el fardo de quejas y de reconvenciones del gobernador de Cuba que no lo bajaba de traidor. 

Una zona llena de cañadas y de terrenos sinuosos y agrestes se abrió a sus ojos. Los machetes nunca son suficientes para esa espesura del diablo que traía el abatimiento de músculos y una especie de demencia por el calor extremo. 

Calculaba Hernán que por el tiempo de viaje y por la clase de cadenas de cerros, se encontrarían cerca del señorío de Coxcatlán, zona frontera del Imperio Mexica que había sucumbido un año antes por su espada. 

Pero a pesar del enorme y poderoso imperio azteca, las poblaciones lejanas de todo ese reino de totalitarismo y belicosidad no se iban a someter tan fácil a la incursión de los castellanos, así que debían irse con cuidado. 

El mismo cielo plomizo que nunca prometía frescura, sino esa asfixia de horno panadero que quitaba el aliento y empujaba a la ira era el que se cernía sobre las copas de los árboles. 

El zumbido llevaba una onda expansiva de aire que le despertó del letargo y sacó su arcabuz en la mano izquierda y la espada en la diestra. Otro flechazo que fue a parar al abdomen de Enrique, su sargento segundo. Hernán ordenó formar rápido una línea de ataque, pero el problema es que, quien les atacaba era el bosque, no guerreros dispuestos al pleito cuerpo a cuerpo. 

Esa era otra de las locuras de esa selva, lo intrincado de sus árboles y de sus ramas escondía todo tipo de engendros del mal que tenían la ventaja obvia de conocer ese laberinto vegetal. 

Más flechas y más y más. De pronto, de entre las pesadillas más recurrentes surgieron del suelo cubierto por setos y ramas de tipo hombres de piel oscura y de músculos nudosos que tenían pintadas las caras de rojo con rayas y puntos incomprensibles, y cuyos ojos anunciaban muerte.

No había asalto que errara. En un minuto, los castellanos habían sido diezmados por el factor sorpresa de ese piso embrujado que vomitaba demonios. 

Hernán recordó lo que Malintzin y algunos otros comedidos le habían relatado sobre la fiereza inexpugnable de los indios de esa parte del reino mexica. Ahí estaba, en medio de las flechas, salvado por la suerte o por la providencia. 

Reventó la cabeza de uno de ellos con el arcabuz y avanzó con su caballo hacia una parte de la selva en donde no se confundieran las figuras con las ramas, con los árboles y con todo lo que los rodeaba. Avanzaron con él otros. Escuchaba los gritos de los soldados, rogando a la Virgen por clemencia. Un lenguaje náhuatl deformado era lo que hablaban los indios y era de tonos admonitorios. Gritos, sangre, tripas, cráneos expuestos, confusión. Flechas, dolorosísimas flechas atravesaban armaduras y escafandras, caballos y artilleros. 

La batalla culminó. Unas cuantas docenas de demonios de la selva habían sido suficientes para meterle horrores a los ojos de cientos de soldados. Nada como el valle o la planicie para el combate. Esa selva accidentada era poco menos que el infierno para los que no habían caído en la revuelta y tumba de putrefacción para los que habían perdido la vida o un miembro, sabedores que no durarían mucho, antes de ser devorados por todos los bichos que secreteaban entre las ramas. 

Cortés ordenó un descanso. Un recuento. El veinte por ciento de sus hombres ya no regresarían a Tenochtitlán, a Europa.

Y todavía faltaba ir a Pánuco a arrostrar a Garay.

(*) Los datos contenidos en esta narración fueron vertidos por el arqueólogo Guillermo Ahuja, quien consultó las Cartas de Relación de Cortés. Las imágenes pertenecen al Lienzo de Tlaxcala y se refieren a la batalla.