Los granos de maíz que fueron tostados en el comal de barro ahora se forman a lo largo del metate y esperan quietecitos a Herlinda, quien está arrodillada frente a ellos, aprieta la mano de piedra como si fuera una necia extremidad que se separó de su cuerpo y con una fuerza insospechada para una mujer de 83 años los hace explotar en un polvo moreno que llena el aire con sabor a pinole.
Herlinda Olivos pasa mucho tiempo hincada sobre los petates sin que el suelo la incomode. “Me acostumbré desde los seis años; antes de irme a la escuela pasaba a moler como cuatro kilos de nixtamal, es más fácil, ya después me iba a la escuela. Yo creo que por eso no me canso, ¡quién sabe!”, dice mientras los adornos de chaquira de sus trenzas se balancean al triturar el pinole.
Ella heredó de su abuela el cargo de molendera en San Pedro Atocpan -en el sur de la capital, en la delegación Milpa Alta (al sur de la ciudad de México)-, que “consiste en que en el pueblo hay una persona por barrio autorizada para cocinar el mole de las fiestas patronales, esta tradición no significa que las demás personas no sepan prepararlo, sino que son las únicas autorizadas para esos eventos”, explica Mario Retana, su hijo.
Él cuenta que en su familia tienen documentado que la práctica viene al menos desde 1860, desde su tatarabuela Secundina. Luego se heredó de madre a hija por varias generaciones hasta que pasó directamente de su bisabuela a su mamá, a quien considera “uno de los últimos eslabones de esa tradición”.
Herlinda aprendió a cocinar viendo a su abuelita Rafaela, “en aquellos años era ella la molendera del pueblo… la iban a invitar a la casa de ustedes, que fuera a hacer el mole por favor, porque nadie sabía… yo andaba con mi abuelita donde la invitaban y yo me sentaba como ahorita en petates y ponían ahí todas las especias y ¡ay, me gustaba de niña! ¡Por eso yo quiero eso!”, recuerda.
Para la fiesta del pueblo se reunían de 15 a 30 cocineras tradicionales o molenderas que intervenían en la preparación del ancestral platillo, desde ir a comprar los ingredientes, seleccionarlos, limpiarlos, freírlos, tostarlos, así como lo más importante y complicado: la molienda en metate.
El pueblo que molió la crisis
Por allá en los años 20, el pueblo de Atocpan no hallaba cómo sobrellevar la crisis del campo, el principal sustento de sus habitantes. De cualquier modo, la fiesta se hacía en el pueblo y un día, después de la celebración, a alguien se le ocurrió ir al antiguo mercado de La Merced para vender el mole que había sobrado; tuvo tanto éxito entre los chilangos del centro que pidieron más a sus paisanos del sur.
A partir de ese momento este platillo dejó de ser exclusivo de las festividades, se formaron negocios en torno al guiso, entre ellos el de los Retana Olivos, el cual fue nombrado Molcalli, voz náhuatl que se puede traducir como “la casa especializada en mole”.
Al principio elaboraban cerca de 10 kilos. “Mi mamá preparaba y molía, y mi papá lo venía a vender en los mercados de Ciudad de México, esto fue generando una economía, un sustento, al grado de que en la actualidad toda mi familia, todos mis hermanos y sobrinos dependemos económicamente de esta actividad”, dice Mario.
Herlinda es una mujer nahua que ha sido discriminada por hablar una lengua originaria y decidió no enseñarla a sus hijos para protegerlos de malos tratos. Ahora ellos buscan regresar a sus orígenes a través de los sabores: rescatar las recetas tradicionales, documentarlas, preservarlas y transmitirlas a las nuevas generaciones que poco saben de esto.
Mario indica que hay incontables delicias olvidadas, “pretendemos que esto se dé a conocer a toda la población porque es parte de nuestra cultura, porque muchas veces, por ejemplo, el pinole no lo conocemos, no sabemos qué es. Sin embargo, es un alimento que ancestralmente fue muy importante para el desarrollo de nuestra cultura”.
La población de Atocpan sobrellevó la crisis del campo gracias a este alimento, pero la tradición de las molenderas comenzó a desaparecer. “Eso sí, ya está extinto, ya quedan nada más unas cuantas señoras y ya son mayores, porque es donde no se transmite la costumbre porque ya hay licuadora, hay molino, eso es mucho más fácil, no se cansan y no se ensucian y demás”, señala el entrevistado.
Dice que los siete hijos de Herlinda muelen en metate, incluso los hombres, cuando se necesitan manos todos las ponen.
Ahora habla más bajito, su voz es tan suave como el polvo de pinole, “me da a mí pena hablar, dirán presumida o qué, pero nosotros tenemos el primer lugar en mi pueblo del mole, porque ahorita ya todo mi pueblo es molero, después que mi abuelita me enseñó a mí, aprendieron de mí, y ahorita todo el pueblo, no nada más mi pueblo, los pueblos vecinos de aquí en la ciudad ya saben vender mole”.
Herlinda arroja al pinole canela y azúcar, y luego le da varias pasadas firmes contra la piedra hasta que se funden en una sola textura. Después comienza a juntarlo en una bolsita, “ahora sí ya es justo… ya terminé”. Esas palabras parecen salir también molidas entre una risita, “es que si me lo llevo así sin terminar no se puede revolver”, dice.