Sobre la banalidad del mal

En el año 1963 Hannah Arendt publica su famoso libro “Eichmann en Jerusalén”, que introduce el concepto de la banalidad del mal. El libro nos habla del juicio de Adolf Eichmann, el nazi encargado de organizar la logística de la deportación en masa de judíos para su exterminio. Arendt introduce el término debido a la conducta de Eichmann durante el juicio: el hombre no mostraba atisbos de culpa ni de odio contra aquellos que lo juzgaban y mandaban a su muerte, afirmaba que no podía ser tenido en responsabilidad de lo que se le imputaba, ya que él únicamente hacía su trabajo.

Cuando tratamos de entender la maldad y la atrocidad humana nos encontramos a menudo con algunas explicaciones comunes. La primera suele ser que los involucrados son algún tipo de monstruo, ser diabólico y maligno o abiertamente psicópatas. También se llega a pensar que encuentran placer en el sufrimiento y la tortura, convirtiéndose así en seres sádicos. Otra común explicación es que han atravesado alguna suerte de reversión del desarrollo y civilidad y actúan como bestias llevadas por sus impulsos más básicos, de ahí que se les tilde de animales o seres bestiales.

Las observaciones de Arendt sobre el ingeniero del Holocausto, Eichmann, son que era un hombre normal. Era capaz de disfrutar el arte, tener compañerismo, ser un aceptable padre, tenía ambiciones sociales y deseaba escalar profesional y económicamente como cualquiera. Para Arendt, su maldad era en todo caso banal, es decir trivial, sin importancia. Aunque, lo más sobresaliente era su notoria incapacidad de pensar con autonomía y con conciencia moral, la cual estaba dictada por la orden o el deber que debía cumplir.

Viene a la mente aquí la importantísima aportación de Kant a la humanidad pensante: el imperativo categórico. Éste pretende ser un mandamiento autónomo, independiente de religiones e ideologías, y autosuficiente, capaz de regir el comportamiento humano en todas sus manifestaciones. Es decir, cada ser humano lleva dentro de sí un legislador moral, cada hombre es su propio legislador, para Kant dicha legislación moral personal debe estar asentada en la razón, no en lo divino, no en lo ideológico, no en lo dogmático ni en lo hipotético.

Si pensamos en cualquier crisis ética o moral de nuestra actualidad encontraremos dos factores: la ausencia de imperativo categórico, ese juez interno que es llevado únicamente por la razón, y una rampante banalidad del mal, el deseo de pertenecer, escalar profesionalmente, enriquecerse o cumplir órdenes sin cuestionamientos. Para que ocurra cualquier acto de barbarie o de vil corrupción es necesaria una cadena de seres que carezcan de legislación ética interna y que se encuentren orientados únicamente a la consecución de beneficios egoístas: ascender social o profesionalmente, agradar a los jefes, ganar más dinero, etc.

Tomemos como ejemplo la posición que México ocupa en el índice de Percepción de Corrupción en su escala internacional de 2018. En el año 2010 México ocupaba el lugar 98 de 180 países, para el 2018 México ocupa el lugar 138 de los mismos 180 países, la gran mayoría de los países con los que México comparte este sector de la tabla son países con profundos problemas socioeconómicos de larga data como Camerún, Nigeria, Mozambique, Sudán, Corea del Norte o Irán. Pensemos por un instante en todos los actos de profundo egoísmo, indiferencia y falta de valores centrales que son característicos de la banalidad del mal que tuvieron que llevarse a cabo para hundir a México tan profundo en el conteo. Aparentemente hay beneficios personales pero a un gran coste colectivo, incapacidad de ver más allá de la propia nariz.

Tomemos otro ejemplo que nos demuestra la fuerza y la admiración que causa cuando un individuo posee la integridad para mantenerse del lado de lo moralmente correcto y no de lo que le indica su trabajo lleve a cabo, los informantes, llamados whistleblowers en inglés, sujetos que exponen información o prácticas consideradas ilegales pero ocultas detrás de las organizaciones públicas o privadas.

Con demasiada frecuencia dichas organizaciones son extraordinariamente poderosas, los denunciantes se arriesgan a persecuciones o incluso a amenazas que penden sobre sus vidas por exponer la información al público, únicamente pensando en hacer el bien por el bien mismo. En este sentido los denunciantes hacen una elección moral que se encuentra por encima de la lealtad del empleado con su empleador, la lealtad que se tiene con el interés público.

También tenemos la presencia del periodismo libre y comprometido que intenta quebrantar el muro de silencio e indiferencia que las estructuras de poder implementan para el control y beneficio puramente egoísta, considerando más aún que nuestro país es uno de los cinco más peligrosos del mundo para ejercer el periodismo, casi a la par de Siria, convirtiendo así al periodismo real y objetivo en un acto moral de carácter heroico.

Lo anterior demuestra dos cosas. Primero, que la banalidad del mal no precisa de personas particularmente malvadas o perversas, sino más bien de sujetos desvalorizados, temerosos e indiferentes. En este momento vale la pena recordar las palabras del filósofo y político italiano Antonio Gramsci al respecto de los indiferentes: “La indiferencia es abulia, es parasitismo, es cobardía, no es vida. La indiferencia es el peso muerto de la historia. Es la bola de plomo para el innovador y la materia inerte en la cual frecuentemente se ahogan los entusiasmos más esplendorosos. Lo que ocurre, el mal que se abate sobre todos, no se debe tanto a la iniciativa de los pocos que actúan, como a la indiferencia de muchos. Lo que ocurre no ocurre tanto porque algunos lo quieran, sino porque la masa de los hombres abdica de su voluntad, deja de hacer.” No por nada en la antigua Grecia la palabra idiota era usada para designar a las personas que no se interesaban en asuntos del bien público, una persona privada en sí misma.

La segunda, que el último baluarte de la humanidad y del progreso de la especie se encuentra no en partidos políticos, ideologías, religiones o caudillos; la esperanza y el genuino cambio solo sobreviene gracias a la conciencia individual, al individuo que reconoce para sí mismo los valores inmanentes del humano y decide que vale la pena luchar por ellos, incluso perder su posición social o económica, hasta la vida misma por la defensa de lo correcto y bueno. Todos los grandes cambios y movimientos hacia el bienestar colectivo han sido comenzados por la mente y el coraje de individuos que hallan la seguridad en sí mismos para oponerse a lo aceptado y sin embargo incorrecto, contra lo acostumbrado sobre lo que no reina la razón hasta que se impone la conciencia del individuo.