Camino por el Centro de San Luis Potosí para ver altares de muertos. Casi todas las instituciones y muchos comercios han montado su altar, grande o pequeño. Hace unos años eran pocas las ofrendas públicas, pero la memoria religiosa se ha fundido con la histórica, y la local con la global, creando desfiles, ofrendas y altares que más que eclécticos son híbridos de cruces y santas muertes, de películas de caricaturas y del agente británico con licencia para matar.
Recuerdo altares de hace unos años, muy sobrios, oscuros. Acaso calaveritas de dulce y naranjas con banderitas. Hoy hay muchas referencias al Xantolo, el día de todos santos huasteco, que como el quechquémitl ya son parte de nuestra identidad estatal, tanto que este año danzantes huehues, voladores de Tamaletom y el trío Xochipizáhuatl estuvieron en Xcaret, Quintana Roo, y dicen que con muy buenos comentarios.
Hay altares muy simbólicos, otros nomás, digamos, impresionantes (como en Cuévano, donde, según su cronista Jorge Ibargüengoitia, «confunden lo grandote con lo grandioso»). El pintor Francisco Toledo es de los más convidados. «Hay muertos que no hacen ruido» y también merecen un lugarcito en el altar, aunque bien dicen que muchas familias potosinas guardan uno o varios esqueletos en el armario.
A pesar de los pesares, sigue siendo una experiencia disfrutable perder el tiempo viendo edificios, fachadas, monumentos, fuentes. Su comercio formal e informal. Entrar a alguno de sus muchos museos. Más que los espacios, me gusta imaginarme a las personas de otras épocas. Con sus espacios, sí, pero más en las necesidades, asombros y adaptación a los cambios que vivieron durante estos 427 años.
La Plaza de los Fundadores de San Luis Potosí fue primero un pueblo donde los habitantes de la zona fueron congregados para ‘aprender’ de los tlaxcaltecas recién llegados. Cuando se descubrieron las minas de San Pedro todo cambió. Donde estuvo este pueblo tlaxcalteca-guachichil, cerca de manantiales y ríos, se asentaron los españoles, e ‘invitaron’ a sus moradores a irse más al norte. Así Miguel Calderas y Juan de Oñate fundaron el pueblo llamado San Luis Minas del Potosí.
Con los mineros y soldados llegaron los religiosos. Carmelitas, franciscanos, agustinos, mercedarios y juaninos se dividieron «las afueras» y con el paso de los años sus conventos fueron segmentándose hasta formar el Centro Histórico. La alameda, el callejón de San Francisco, el Museo Regional, las calles todas chuecas.
A veces nos gusta presumir de sangre guachichil, de indómitos y nómadas, pero mucho hay que discutir sobre identidad. Mejor dicho, sobre identidades. No somos ni centro ni norte del país, o a veces, y también somos Bajío y camino (de la Plata o del ferrocarril), y nos hemos llamado Centro para diferenciarnos de las otras zonas del estado, tan ricas en naturaleza e imaginarios.
Por algo el sacerdote e historiador Rafael Montejano y Aguiñaga dijo cuando recibió la —hoy tan vilipendiada— Presea Plan de San Luis: «Hacemos causa común, en lo esencial, con los que, realmente y no por demagogia, luchan por la justicia, por la libertad, por la verdad y por la potosinidad».
Lo que se ha llamado históricamente ‘potosinidad’ es herencia del siglo XIX, de las élites de aquella época —algunas la siguen siendo, aunque sea solo el apellido— y algo ha ido cambiando. Siempre hay algo contra lo que luchamos, lo que consideramos ajenos a ‘nuestra’ ciudad. Potosinos contra huastecos, liberales contra conservadores, los de Las Lomas contra los de la Martínez, jóvenes contra viejos o ‘comunistas’ contra sacerdotes.
Que se le diera a esta ciudad el nombramiento de Patrimonio de la Humanidad no fue fácil por muchas razones, entre ellas el comercio informal, la falta de unidad en la imagen del comercio establecido, la basura, los adoquines y el cablerío de los postes. Se abrieron calles y se mantuvieron otras. Hay que pensar en quienes tuvieron que vender sus propiedades para que se abrieran ejes viales y avenidas, los desplazados por algunos empresarios. Sus ríos fueron cerrados y surgieron otros, también sobre el cemento y el asfalto, gracias a la poca planeación.
No podemos confiar en los políticos la responsabilidad de planear la ciudad. La ciudad crece y crece y el problema del agua suele minimizarse a pesar de que ya casi nos alcanza. Pareciera que Paul Celan hablaba de estos territorios cuando escribió: «Ir al desierto, poder llegar hasta en su centro más ardiente / para enterrar allí el plan de la ciudad de los mil pozos».
Cuando cada quien maneja el dato que le conviene, no hay mucho por hacer. Futbol, seguridad, desarrollo o elecciones se vuelven cuestiones de fe. Es necesario acudir a múltiples voces, a la manera de Julio Cortázar en el cuento «La señorita Cora», y no confiarnos a que la voz política o la periodística (o no todas, por supuesto, una disculpa por generalizar) nos dirán lo que pasa.
La poesía es la respuesta, como escribió Claudia Kerik en Letras Libres:
«Tomando como punto de partida esta imposibilidad de volver equivalentes la ciudad textual y la ciudad física, podremos, no obstante, confiar en la poesía como un registro peculiar (semántico, rítmico, múltiple y parcial) de una imagen de la ciudad en un momento determinado. Pero ningún poema puede tener la última palabra, ningún poema podrá tener la razón. Es la poesía en su conjunto, en su trayecto y en su evolución, la que puede permitirnos dilucidar sentidos y recomponer una suma de imágenes de la ciudad...»
A propósito, ¿ya compraron su cachito de Lotería? La de hoy, del Zodiaco, tiene como imagen el Teatro de la Paz. ¿Qué otra imagen hubiera sido representativa de nuestra ciudad, además de las muy trilladas ventana de Aranzazú y la Caja del Agua?
Lo importante es recordar, nuestros muertos y nuestra historia, y tratar de no volver a regarla, aunque buena parte de las autoridades pareciera empeñarse en lo contrario. Feliz Aniv de la Fund.
Web: https://alexandroroque.blogspot.mx
Twitter: @corazontodito