En las dos entregas anteriores hemos hablado del proceso de aldeización de las ciudades, particularmente a partir de la utilización de la figura legal del condominio como forma de generar regímenes de autogobierno comunal en zonas restringidas del territorio urbano, con costumbres y conductas propias de formas simples de civilización, como las aldeas.
Sin embargo, ante situaciones de inseguridad, alteraciones del orden público en contravención a los bandos de policía y buen gobierno y la deficiente administración de la ciudad, lleva a generar un fenómeno alterno en aquellos barrios, colonias, calles, cuadras, manzanas o calles cerradas que no se sujetan al régimen condominal: las cuasialdeas.
Se trata de asentamientos urbanos plenamente integrados a la ciudad cuyas vialidades son públicas y a cargo de las autoridades municipales en cuanto a todos los servicios cuya prestación corresponde a estas por mandato constitucional y legal. Calles sucias, mal alumbradas, con deficiencia en suministro de agua potable y drenaje pero, por encima de todo, inseguridad, llevan a los habitantes de estas zonas de baja o media circulación vehicular a plantearse el establecer rejas, muros y casetas de acceso que limitan el libre tránsito, a la manera de los condominios privados (aldeas) que hemos mencionado en las dos semanas anteriores.
Por supuesto que estas organizaciones vecinales no son posibles desde un punto estrictamente jurídico. Cerrar las calles es interferir con las vías públicas y negar el cruce por ellas un acto ilegal; establecer controles de acceso y seguridad es invadir funciones de la autoridad pública.
Sin embargo, son precisamente las autoridades las que toleran este tipo de situaciones y, al fin del tiempo, se reconoce a estas zonas un estamento similar a un condominio, sin serlo. Vamos, que son aldeas que no lo son: cuasialdeas.
No podemos negar que los vecinos tienen razón: es la ausencia de orden, de acatamiento de la normatividad y, sobre todo, de la eficiencia de la autoridad municipal, lo que lleva a la autogestión comunitaria, a cambio de cierta independencia y autonomía.
Eso permite que se genere el mismo fenómeno del que hemos hablado respecto de fraccionamientos condominales: se establecen ciertas normas de conducta, se asumen comportamientos propios de ese lugar, frente a lo que ocurre fuera de los, en este caso, inexistentes muros o, incluso, muros y cercas toleradas.
De esta manera, la pulverización de la ciudadanía en cuanto a la división en zonas que se autorregulan y se desarrollan en procesos de microsocialización con vínculos presentes pero de menor intensidad con las personas ajenas al propio entorno cotidiano, con “incursiones” al abastecimiento del hogar, a la educación, al esparcimiento y otras actividades similares, si acaso no las han integrado en sus inmediaciones, marcan una diferencia que zonifica a las ciudades y restringe los desplazamientos a mayores distancias a solo lo estrictamente necesario.
Si a todo lo que hemos referido en estas tres entregas que hoy concluyen sumamos el decisivo papel que los dispositivos de comunicación personal (teléfonos inteligentes, tabletas, etcétera) y el uso de redes sociales o aplicaciones de abasto, logística, movilización o servicios, resulta cada vez más lejana la asistencia a zonas de convergencia con interacción directa entre los ciudadanos, aun sin contar con las restricciones propias de la epidemia de SARS-COV-2. Personas sentadas en la misma mesa, usando sus dispositivos para comunicarse con otros individuos, quizá a cientos o miles de kilómetros (y no hablo de que estén sentados en un establecimiento comercial o restaurante, sino en su propia casa) son un signo de los tiempos que vivimos, donde añoramos la cercanía, alejándonos lo más posible.
Disminuir los procesos de contacto directo entre los habitantes de las ciudades, creando aldeas o cuasialdeas como forma de desarrollo generalizado, aumenta la sensación de seguridad (solo ilusoriamente) pero resquebraja la esencia del todo urbano, de una verdadera ciudadanía.
@jchessal