Desde que Emmanuel José Sieyés planteó su célebre texto “Consideraciones sobre los medios de ejecución de los cuales podrán disponer los representantes de Francia en 1789”, los meses previos a la Revolución Francesa de ese año emblemático, ha quedado claro que, en cualquier programa de cambio político y socioeconómico, el pueblo es el actor central. En ese (con)texto, Sieyés exponía la necesidad de que el voto de los denominados Estados Generales, para atender la crisis económica que oprimía a la mayoría de la gente, se diera por cabeza y no por estamento, lo que propiciaría que el Estado Llano, la representación del pueblo mayoritario, se escuchara e impusiera en la orientación política para definir el derrotero de la sociedad francesa en ese momento. Hasta entonces, el pueblo era despreciado y minimizado por los representantes de los otros estamentos, el clero y la nobleza. Sieyés, formulaba la pregunta y respuesta obligadas sobre las precondiciones de sojuzgamiento del pueblo y la inevitable necesidad de su liberación: “¿Qué ha sido el pueblo llano? Nada. ¿Qué pide? Ser soberano… de algo. Pueblo soberano, pues, capaz de ser alguien… experimentando lo que es capaz de hacer.
Sabido es que las ideas surgidas de la Revolución Francesa se convirtieron en las precipitantes del cambio en otras latitudes en las que las precondiciones de sojuzgamiento popular, a su vez, empujaban a la crisis de la sociedad política imperante. La primera transformación institucional con el movimiento de Independencia, en el siglo XIX, tendría ese carácter. Igualmente ocurriría con las siguientes transformaciones históricas e institucionales, en las que se tendrían como constantes tres elementos indispensables: Plan, Revolución y Constitución. Con la Cuarta Transformación, largamente incubada por el abuso de poder de un sistema político de partido hegemónico pragmático (de acuerdo con la caracterización clásica de Sartori), llegaría en 2018 la posibilidad de la alternativa con un gobierno progresista que, por supuesto, tendría en el centro de su motivación y acciones al pueblo, sobre todo al pueblo largamente oprimido por una élite política que expresó más que agravios que no podían ser olvidados. La diferencia es que la revolución fue de conciencias y el cambio planteado en el programa o plan de gobierno transformador se elevaría a nivel constitucional, para asegurar que los derechos de todas y todos sean plenamente garantizados. En el fondo, pues, la misma línea histórica de transformación que, plantea el presidente AMLO, descansa en la ética, en los principios de actuar en el servicio público de manera distinta a los gobiernos que antecedieron. Algo muy distinto, en suma a la simple moral como árbol que da(ba) moras.
En suma, en el quinto aniversario del triunfo electoral del movimiento obradorista, y del ascenso al gobierno de México del proyecto transformador de las instituciones nacionales, queda claro que el reto es la consolidación de la 4T. Del lado de la oposición, ya se ha planteado aquí, queda claro que no hay plan alguno de transformación, mucho menos apelación al pueblo como actor central de su propia como autónoma decisión. El caso del método de elección de su candidato presidencial confirma lo anterior, al grado que muchos de los que aspiraban a representar a la alianza de partidos de oposición, mejor se han retirado, manifestando que siempre no hay condiciones para participar en un proceso interno que ya se sabe por dónde va la definición.