Apreciar lo bueno

En aquellos años, mediados del pasado siglo, mi ciudad era pequeñita. 50 mil almas contaría apenas, y aproximadamente la misma cantidad de cuerpos. Tenía sólo dos cines: el Palacio, tan de la clase alta que no se llamaba cine nada más, sino cinema, y el Saltillo, tan de la clase popular que antes fue Teatro Obrero. De tiempo en tiempo ese cine presentaba a beneficio de sus empleados funciones “de medianoche” en las cuales se exhibían películas porno, hasta donde los moderados límites de la pornografía podían llegar entonces. A lo más que se atrevían aquellos filmes era a mostrar sin veladura los bustos de las actrices que en ellos participaban. Yo era asiduo concurrente a esas funciones, pues tenía interés científico en estudiar desde el punto de vista sociológico la conducta de quienes asistían a ellas. Si me distraía viendo la pantalla es algo que a cualquier investigador le puede suceder. Recuerdo entonces películas como “La torre de Nesle”, donde una exuberante Silvana Pampanini corría llevando las tetas al aire, agitadas lascivamente en la carrera. Con melancólica nostalgia evoco también “Las tentadoras”, en francés Ah, les belles bacchantes!, un travieso desfile en el cual las coristas del Lido ofrecían sus atractivos pectorales a la mirada lúbrica de Louis de Funès, simpatiquísimo comediante. Esas películas, y otras de similar talante, suscitaban los rijos de la concurrencia, toda ella masculina, y se formaba entonces en la calle una larguísima fila de carros de sitio -entonces no se llamaban taxis- que al término de la función llevaban a los erizados asistentes a la zona pecaminosa de la población para que ahí sedaran su excitada concupiscencia. No es eso, sin embargo, lo que quiero relatar. A eso voy. Una vez los empleados del cine contrataron la película, también francesa, “Las diabólicas”. El título del film, con su procedencia, los hizo pensar que era sicalíptico. Lejos, lejísimos estaba de serlo. Tal película es quizá la mejor de suspenso que se ha hecho en la historia de la cinematografía. A su lado las de Hitchcock -“Psicosis” incluida-  son meros cuentos de Walt Disney. Supuse que en aquella función de medianoche los concurrentes iban a silbar el film, por no ser porno, o que iban a abandonar la sala, disgustados. Error grande. La calidad de la película se impuso, y tras su sorpresivo final los asistentes la aplaudieron, cosa inusitada. Esa noche los taxistas no tuvieron clientes. Aprendí entonces una lección valiosa: la gente, toda la gente, sabe apreciar lo bueno. Por eso me agradó mucho el anuncio que hizo Javier Díaz, el nuevo alcalde de mi ciudad, en el sentido de que se propone hacer que los integrantes de la Compañía de Ópera de Saltillo vayan a cantar a los barrios populares y a las comunidades campesinas del municipio. Plausible idea es ésa, pues implica llevar a todas partes los bienes de la cultura, en este caso de la buena música. Muy alta calidad tiene esa compañía operística, creada durante la gestión del anterior presidente municipal, José María Fraustro. Estoy seguro de que su arte será apreciado por todos los que escuchen sus actuaciones. Adicto aficionado como soy a la ópera doy la enhorabuena al joven alcalde de mi ciudad por esa iniciativa... Doña Dorela pretendía ser cantante, pero su aspiración no tenía fundamento. Desafinaba tesoneramente. Cuando ensayaba en casa su marido se salía a la calle para que los vecinos no fueran a pensar que la estaba golpeando. Cierto día doña Dorela le informó a su esposo: “Voy a cantar Una voce poco fa en el teatro. ¿Quién me sugieres que me acompañe?”. Sin dudar respondió el señor: “Un guardaespaldas”... FIN.