Robinson Crusoe sobrevivió a los caníbales que, de cuando en cuando, visitaban su isla para comerse a los prisioneros que allí llevaban, pudiendo rescatar a quien luego llamaría Viernes y hasta lo enseñaría a comunicarse no sólo con señas sino hilando frases. El desenlace de la novela de Daniel Defoe es “feliz”, no sólo porque Crusoe regresa a Inglaterra, después de casi treinta años de ausencia, sino porque su caníbal ya es todo un caballero y abomina de comerse a los humanos. Pero este mito del buen salvaje, que Rousseau glorificó en grado sumo, estaría siempre acompañado de su contraparte, el mal salvaje (“artificial”, precisaría Roger Bartra) que tenía que ser domesticado, incluso salvajemente, por los “civilizadores” de Occidente.
Esa dualidad bueno-malo se reproduciría de múltiples formas, incluso literarias como en la referencia del escritor John Maxwell Coetzee, al recibir el premio nobel en 2003, evocando el juego de palabras utilizado en su novela “Foe”, que no solo alude al apellido Defoe, sino al significado de la palabra misma en inglés: “enemigo”. Pero Viernes, más allá de “Foe” donde es silenciado, ahora ya no sólo habla (como en Defoe), sino que hasta escribe a su amo lo que observa en sus viajes alrededor del mundo, donde campea una constante lucha por la sobrevivencia mediante buenas y malas prácticas sociales. La dialéctica amigo-enemigo es una forma más elaborada, entonces, de esa dualidad bueno-malo, y se manifiesta en las organizaciones sociales como inevitable devenir porque el conflicto, por naturaleza, siempre polariza.
Dicho lo anterior, no habría porqué sorprenderse de que un canibalismo en términos metafóricos prevalezca para referirse a las consecuencias de la confrontación extrema dentro de los grupos sociales. Es el caso del denominado “canibalismo político” que se presenta, regularmente, en el ámbito de la política partidista y donde la dialéctica amigo-enemigo se lleva al punto de acabar destrozando a los compañeros, aliados o adversarios como si fuesen, más bien, los enemigos del acontecer diario, así sea que se aparente lo contrario. Hay frases que refieren ese estado de cosas: “perro no come perro”, “entre gitanos no se leen las manos”, etcétera. El punto es que dentro de los mismos se hagan pedazos, devorándose entre ellos (“poquitos y bien sectarios”, se llegó a decir para el caso de una cierta izquierda dogmática).
Así las cosas, es de llamar la atención lo que ocurre en los procesos internos de algunos partidos políticos que buscan definir sus candidatos a gobernador con la menor autofagia posible. El caso del PAN en la entidad potosina es el más claro ejemplo. De cuatro aspirantes, se ha bajado de la contienda la diputada local Sonia Mendoza, alegando que no hay piso parejo y que los dados se han cargado hacia otro de los jugadores que no ubica por su nombre sino por señas de identidad que, asume, todos conocen. Lo hace justo a un lado de otro aspirante que tiene la calidad de externo, como para que no se diga que eso es canibalismo. Pero sea como se denomine lo denunciado, el efecto es igual que lo siempre negado: conflicto serio de unidad que podría traducirse en mengua electoral para quien resulte designado.
Son tiempos, pues, de canibalismo político. A diferencia del canibalismo económico, aquí el pez chico puede comerse al grande, aunque sea “de dientes pa´fuera”, porque “hasta el más tullido es alambrista”. No hay enemigo pequeño y amigo lo que se dice amigo es tanto como esperar que, por ejemplo, las coaliciones y alianzas partidarias sean pactos de caballeros. La política, insistiría Clausewitz, es “la continuación de la guerra por otros medios”, y la tan llevada y traída “unidad” es, apenas, un punto de partida. Estará por verse como se llega al final de la contienda. En calidad de mientras, a esperar que se continúe desgranando la mazorca.