¿Claudia irá a plebiscito?

En la iniciativa presentada el pasado 18 de septiembre por el diputado Alfonso Ramírez Cuéllar para reformar las fracciones VIII y IX del artículo 35 constitucional subyace una transformación silenciosa pero peligrosa del diseño presidencial mexicano. Con esta reforma, el mandato de seis años que establece la Constitución para el titular del Ejecutivo Federal podría devenir, en la práctica, en un gobierno de tres años sujeto a plebiscito.

Me parecen bien los mecanismos de democracia directa, como la consulta popular o la revocación de mandato, siempre que su buen diseño permita que enriquezcan la participación ciudadana y refuerzan el control político sobre los gobernantes. El problema está en su instrumentalización como herramienta de legitimación continua, al margen de los contrapesos constitucionales. Esta iniciativa de Ramírez Cuellar corre el riesgo de consolidar una lógica plebiscitaria, donde quien ocupe la presidencia de la república se presente a la mitad de su encargo ante las urnas no para rendir cuentas, sino para refrendar su popularidad

La propuesta modifica la fecha de la consulta popular para celebrarse el primer domingo de junio, y adelanta la revocación de mandato para hacerla coincidir con las elecciones intermedias. Esta “coincidencia” no es menor: al empalmar ambos ejercicios con procesos electorales ordinarios, incluyendo el judicial, se convierte al ciudadano en votante simultáneo de partidos y juez del presidente en funciones. Bajo esta lógica, el titular del Ejecutivo ya no gobierna seis años: gobierna tres, y los otros tres quedan supeditados a la ratificación informal de su mandato.

Esta lógica es tremendamente regresiva, aunque se revista de modernidad democrática. El presidencialismo mexicano, con todas sus críticas, ha sido históricamente un sistema de gobierno de estabilidad sexenal, pensado para blindar al país de la inestabilidad cíclica de los caudillismos del siglo XIX. La Constitución, al establecer la no reelección y el periodo fijo de seis años sin posibilidad de revocación anticipada busca evitar que el Ejecutivo gobernara en función de su popularidad, y no de su responsabilidad histórica o institucional.

La iniciativa de Ramírez Cuéllar abre la puerta a una peligrosa reconfiguración del mandato presidencial en términos de aceptación popular constante, y con ello, al uso de mecanismos de participación como simples herramientas de propaganda política. La revocación de mandato, si se convierte en un ritual electoral predecible y promovido desde el poder, termina por vaciar su función crítica: en lugar de ser un correctivo ciudadano, se vuelve un plebiscito institucionalizado. 

La revocación, para ser auténtica, debe partir exclusivamente de la ciudadanía como acto de censura política, no de refrendo. Si la presidencia la impulsa, la financia con su aparato político y la capitaliza con su popularidad, deja de ser revocación y se convierte en otra cosa: un referéndum de legitimación.

Y eso es exactamente lo que la reforma constitucional que ahora se propone consolida: un mecanismo que transforma la democracia en espectáculo, donde la presidencia se presenta cada tres años al escenario nacional para renovar sus aplausos, no para rendir cuentas. En lugar de fortalecer la institucionalidad democrática, la pervierte desde dentro. 

Además, se introducen efectos perniciosos sobre el Instituto Nacional Electoral que, en lugar de racionalizar sus tareas, se verá obligado a operar procesos electorales saturados, donde las boletas se multiplicarán y los calendarios se acortarán. El ahorro económico, en ese sentido, es relativo frente al costo institucional de politizar aún más la operación técnica del sistema electoral.

En lugar de neutralidad, se favorece la hiperpolitización del proceso. La democracia no se mide en número de urnas ni en la frecuencia con la que se vota. No es un reality show, pese a que en eso la han querido convertir los transformistas.

@jchessal