Con estatura política

“La política demanda pasión, pero, a la par, mesura, sosiego interno, dominio de sí mismo, para no intentar dominar a otro u otros”

Jesús Reyes Heroles, 

Discursos políticos.

Hace un par de días leí un texto muy ilustrador de Jorge Alcocer Villanueva –una de esas personas que deberían ser más leídas en los círculos políticos y en las bancadas parlamentarias- sobre las condiciones actuales de la democracia en México. Alcocer sugiere que las reflexiones sobre la calidad de la democracia podrían orientarse a analizar la estabilidad y continuidad de las instituciones de cada país. Lo hemos dicho en otro momento: México es un caso especial en Latinoamérica por la capacidad del sistema político de prevalecer sin colapsarse: a diferencia de casi todos los países en centro y sudamérica – e incluso Estados Unidos-, desde la época posterior a la Revolución Mexicana, en nuestro país no se han presentado golpes de Estado que derrocaran a gobernantes electos y/o suspendieran la vigencia de sus constituciones. 

No puedo sugerir que la historia política de México desde la segunda mitad del siglo XX se ha caracterizado por su armonía y equilibrio, la idea es que desde la construcción de nuestra democracia nos hemos dado una estructura jurídica e institucional que ha costado mucho. Esto ha permitido, por ejemplo, que en los últimos veinte años se hayan realizado tres alternancias presidenciales -2000, 2012, 2018- en condiciones de paz y civilidad. Siguiendo en trazos gruesos la idea de Alcocer, podemos observar la calidad de la democracia no solo por la función política que cumple la celebración de elecciones competitivas y pacíficas –donde cualquiera puede ganar-, sino por la continuidad de instituciones que permiten gozar de esta estabilidad.

Esta es, quizás, la fuente de preocupación de quienes perciben que la democracia mexicana está bajo asedio. Los intentos –juzgue Usted si son aislados o sistemáticos, pero no necesariamente nuevos- de ejercer control político sobre las instituciones que equilibran el poder del estado pueden son vistos como amenazas que, de consolidarse, constituyen regresiones democráticas. Los nuevos enemigos de la democracia no vienen de las armas –advierten Steven Levitsky y Daniel Ziblatt en su libro “Cómo mueren las democracias”-, sino que provienen de las urnas, de la voluntad popular que los colocó en el poder.

[“Y así es como la libertad muere, con un estruendoso aplauso”- sentenció la senadora Padme Amidala (representada por Natalie Portman en la película Star Wars Episodio III: La Venganza de los Sith) cuando una legislatura representativa otorgó poderes ilimitados a un malvado líder ejecutivo que luego se convirtió en Emperador].

La tentación siempre está ahí. Cuando se tiene la capacidad política de reformar la Constitución o de nombrar a titulares de cargos fundamentales como Ministros de la Suprema Corte, Consejeros o Comisionados de los organismos constitucionales autónomos –INE, CNDH, entre otros-, los partidos políticos mayoritarios están llamados a conducirse con estatura política. La misma estatura que ha permitido construir acuerdos de equilibrio que posibilitaron la alternancia pacífica. La misma estatura que permite emplear las mayorías parlamentarias para consolidar instituciones y no para apabullar minorías. La misma estatura que honra a los rivales políticos sin tratarles como enemigos, que saluda y protege a la prensa libre, que celebra la dignidad de las personas y protege sus derechos fundamentales.

“El precio de la grandeza es la responsabilidad” escribió Winston Churchill en un discurso en 1943. La presencia de una mayoría política con amplias capacidades de decisión no constituye por sí misma una regresión democrática. Es la conducta política de los individuos la que honra o arruina el ejercicio legítimo del poder mayoritario. 

Twitter. @marcoivanvargas