Cualquier ejercicio democrático es un precedente de lo que sigue para avanzar en el objetivo más general de ampliar la participación popular en la vida pública. Por eso, ciertamente, “la democracia no puede fracasar” en tanto que, citando a Churchill, sea “el peor de los sistemas políticos, con excepción de todos los demás”. Así ha sido históricamente y, por ejemplo, C.B. Macpherson, en su clásico “La democracia liberal y su época”, nos recuerda cómo la lucha por el establecimiento del sufragio universal se llevó su tiempo para vencer tantas resistencias. Desde el voto censitario hasta la inclusión del género femenino, pasando por exclusiones derivadas de la cuestión racial, concediendo, inclusive, que un país como Francia, antes de configurar su sistema liberal democrático, ya contaba con el sufragio para varones, pero no para formar gobiernos. Por tanto, después de alcanzar el sufragio universal sin mayores restricciones, se tenía que seguir la lucha democrática por efectivizar ese derecho para quitar o poner gobiernos. Cada lucha democrática es un precedente en un largo camino que, por supuesto, se hace al andar.
En la obra mencionada, se plantean cuatro modelos de democracia que, desde mediados del siglo XIX, se han presentado, sucesivamente, como las opciones que va dejando el moderno sistema liberal-capitalista para formar gobiernos. La democracia como “protección” de la propiedad y seguridad individuales; como libertad igualitaria para un mejor y mayor “desarrollo” de las capacidades individuales; como “equilibrio” de un sistema, gracias a una “mediación” de los partidos políticos en competencia; y la democracia como “participación” directa y amplia de la sociedad. Esta última es la que se conoce como democracia participativa y el autor apenas la esboza como un horizonte superior y posterior a la crisis de la democracia representativa. Las formas de gobierno anteriores a esa época, denominadas como pre-liberales, son dejadas de lado, asumiendo que corresponden a contextos ajenos a la realidad prevaleciente, esto es, de una sociedad dividida en clases y en la que variadas mediaciones, señaladamente la del sistema de partidos políticos, se constituyen para enmascarar esa división social cuando es tan lapidaria.
Coincidiendo, en términos generales, con ese esquema, ciertamente nos encontraríamos en una larga como crítica etapa del modelo de la democracia representativa que, empero, requiere de la democracia participativa no como complemento legitimador, sino al revés, como forma permanente de participación social y no sólo cada cierto tiempo y limitada al sufragio universal, como ahora sucede, para poner o quitar gobiernos, toda vez que los partidos políticos han deteriorado su capacidad mediadora a extremos como cuando el PAN proponía consulta para aumento al salario mínimo y el PRI para disminuir escaños plurinominales. Paradójicamente, la única manera que se atisba para que los partidos vuelvan a ser tenidos como vehículos confiables en la democracia representativa, es la de asumir la mayor participación popular hasta como un reto para tratar de alimentar sus menguadas estructuras militantes. Ya no digamos explorar otro tipo de mecanismos que permitan democratizar, de manera distinta, la participación popular, como ha ocurrido en otros países en los que la clásica división constitucional de tres poderes públicos hasta se amplía para contemplar, por ejemplo, un poder electoral y un poder ciudadano con capacidad de legitimar a miembros del judicial.
Precisamente, la reciente consulta celebrada el domingo pasado, puso de manifiesto que el poder judicial (la tremenda Corte) convirtió en un galimatías la pregunta original y que el organismo electoral (el tremendo INE) no difundió debidamente el ejercicio a realizar. Con todo y eso, la consulta contó con cerca de siete millones de participantes que ya quisiera tener de respaldo cualquier movimiento político y/o social. Se requiere organización e institucionalidad, pero eso implica, en la democracia por venir, más vitalidad popular y mejor modo de participar que la impuesta de manera burocrática para dominar. En fin, se hace camino al andar.