En México, a los gobiernos —locales, estatales e incluso el federal— o más bien a las personas funcionarias les encanta hablar de “gobernar con datos”, “evidencia” y “políticas públicas”. Lo dicen en discursos, lo repiten en planes y lo presumen en presentaciones y conferencias. Pero cuando uno mira cómo toman decisiones en la práctica, la sensación es otra: hay una resistencia casi sistemática a usar la información disponible, y una dependencia enfermiza de la coyuntura mediática y la presión política.
Una paradoja brutal: nunca habíamos tenido tantos datos, y al mismo tiempo, nunca había sido tan evidente el desprecio por usarlos para algo más que rellenar diagnósticos o justificar decisiones ya tomadas.
El laboratorio donde esto se aprecia con mayor claridad son los municipios, pero la lógica se replica —con matices— en muchas dependencias estatales y no pocas áreas del gobierno federal.
¿Tengo datos para sustentar mis afirmaciones? Sí. Según el Instituto Nacional para el Federalismo y el Desarrollo Municipal (¿alguien se acuerda del INAFED o del federalismo mexicano?), más del 60% de los funcionarios municipales en México carece de algún tipo de formación en administración pública. No es un detalle menor ni una exquisitez: esto ayuda a explicar por qué, aun con información disponible, la ciencia de las políticas públicas se queda en el discurso y no llega a la práctica. Y algo muy parecido ocurre en buena parte de las burocracias estatales y federal, donde la profesionalización suele estar subordinada a cuotas políticas.
Los datos del Censo Nacional de Gobiernos Municipales y Demarcaciones Territoriales del INEGI son igual de contundentes. En 2022, el 63% de las alcaldías decía contar con un plan de desarrollo municipal (aunque es obligación legal), pero solo el 53% tenía instituciones que realmente hicieran actividades de planeación urbana. Peor aún: menos de una cuarta parte de las demarcaciones implementó medidas para el uso eficiente, transparente y eficaz de los recursos públicos, incluyendo sistemas de monitoreo y evaluación. Traducido: se planea en papel, no en la realidad. Y si esto pasa en el nivel donde los problemas son más visibles y acotados, es fácil imaginar las inercias que se reproducen en muchas oficinas estatales y federales, donde la distancia entre la decisión y sus efectos concretos es todavía mayor.
Esto conecta con algo que la academia lleva años señalando: hay una brecha enorme entre la oferta de conocimiento y la demanda real de evidencia por parte del poder político. Un análisis reciente con think tanks mexicanos lo confirma: el 83% percibe que el contexto político seguirá afectándolos negativamente, y 66% considera que la polarización y las divisiones políticas dañan su capacidad para presentar sus investigaciones a tomadores de decisiones de distintos espectros. En otras palabras: hemos permitido que se construya un entorno político que levanta murallas contra la evidencia. Tengo ya un buen rato en este oficio y le puedo afirmar que probablemente estemos en el clima menos favorable para las políticas basadas en evidencia desde la transición democrática de hace 24 años, y eso incluye al gobierno federal y a la mayoría de los gobiernos estatales.
¿Por qué pasa esto? Porque parece que vivimos en un país donde impera una lógica en la que lo que de verdad importa no es resolver problemas públicos con seriedad técnica, sino mandar señales de “control político” hacia arriba y gestionar percepciones hacia afuera. La presión mediática y la visibilidad de corto plazo pesan más que cualquier batería de indicadores. Algo similar ocurre en muchos gobiernos estatales, atrapados entre la disciplina del centro y sus propias jugadas electorales, y en el gobierno federal, cada vez más inclinado a privilegiar la narrativa sobre la evidencia.
Cuando un gobierno —municipal, estatal o federal— aparece en medios como posible responsable de un problema —inseguridad, bacheo, agua, transporte, programas sociales, lo que se quiera— la respuesta habitual no es científica, sino defensiva. Se actúa para callar la crítica, no para entender qué está pasando y corregir con base en datos. La prioridad es la portada del día siguiente, no el indicador de dentro de tres años.
Es la improvisación institucionalizada. Cada nueva administración —sea municipal, estatal o federal— llega con la urgencia de “dejar huella” en tres o seis años. En el más rudimentario de los casos se nota a leguas que la prioridad es cosmética: que se note que ya llegamos. Y la consecuencia es predecible: hay programas de largo plazo que se abandonaron, sistemas de información se desmantelaron o se dejaron morir, y se lanzan iniciativas de alto impacto mediático pero bajo sustento técnico. Las decisiones se toman mirando encuestas, trending topics y noticiarios, no matrices de indicadores o evaluaciones serias.
Seamos justos: hay excepciones. Algunos municipios han invertido en capacidades de evaluación y monitoreo. Varios gobiernos estatales han comenzado a construir unidades de evaluación serias. La Ciudad de México, por ejemplo, ha desarrollado portales de datos abiertos que permiten a la ciudadanía acceder a información relevante sobre los asuntos gubernamentales. En el ámbito federal han existido algunos esfuerzos de evaluación y generación de datos. Pero son islas en un océano de descuido institucional o de franco desprecio por el imperio de la razón. La norma sigue siendo la opacidad, la improvisación y el uso ornamental de la palabra “evidencia”.
Mientras tanto, la disciplina de las políticas públicas esa que habla de diagnóstico riguroso, diseño lógico, implementación cuidadosa y evaluación sistemática— queda orillada. Se le invoca en planes, títulos de oficinas y presentaciones en PowerPoint, pero rara vez se le deja entrar al cuarto donde se toman las decisiones importantes.
Los diagnósticos se hacen para cumplir un requisito. Los planes se elaboran para entregarse en tiempo y forma, no para guiar la acción. Las evaluaciones, cuando se realizan, suelen llegar tarde, no se leen o se archivan sin consecuencias. El ciclo de política pública, en vez de ser un mecanismo de aprendizaje y mejora, se vuelve una simulación burocrática.
La caminera
Los de Pedrones —dicen los de Cuévano— confunden lo grandioso con lo grandote. Así lo escribió Jorge Ibargüengoitia en “Estas ruinas que ves”. No dejo de pensar en ello cuando escucho los anuncios de nuestros gobiernos.
X. @marcoivanvargas