Como parte de la formación del individuo en una sociedad, se han establecido diferentes etapas en los procesos educativos que cumplen, además, con la finalidad de integrarlo a la vida social. Así, la fase preescolar pone en contacto al niño con el mundo, la primaria genera un entorno de integración, para luego ya, en las posteriores, informar y conformar habilidades y recursos.
Dice mi amigo el doctor Vicente Escanamé que la primaria es la vivencia plena de la etapa de inocencia, de la amistad sin sesgos, desinteresada y franca.
El pasado sábado tuve la oportunidad de asistir a una reunión de excompañeros de la primaria, a cuarenta y cinco años en que dimos el siguiente paso en nuestro crecimiento, dejando atrás la etapa prescolar y primaria que cimentó lo que hoy somos.
A varios de mis amigos los conocí desde el ingreso a la escuela y nos seguimos frecuentando, así que me siento orgullos de decir que tengo amigos con quienes convivo desde hace más o menos cincuenta y tres años. Sin embargo, la amistad no s mide por frecuencia de contacto o profundidad de conversación; se mide por la certeza de saber que, en algún lugar hay alguien que nos conoció cuando todo era nuevo, cuando descubríamos quienes éramos y que, de algún modo, sigue ahí.
La reunión conjuntó a empresarios, profesionistas variados, comerciantes, constructores e incluso sacerdotes, con un solo común denominador: ser amigos con recuerdos compartidos, con vivencias narradas con el ánimo y la nostalgia de quien disfruta cada momento de ser de nuevo, por lo menos en la conversación, aquel niño y sus amigos conociendo aquel mundo que se nos abría por delante, mientras aprendíamos a enfrentarlo.
Todos cambiamos, por supuesto. Rebeldes que hoy son conservadores y viceversa; tímidos entonces, hoy verdaderos líderes. Sin embargo esas diferencias no excluyen, más bien reafirman, los vínculos que datan del juego de futbol, andar en bicicleta, platicar de las vacaciones o de las series de televisión; de los recreos en la escuela, del intercambio de estampas, del juego de canicas o de las apremiantes tareas o nada añorados exámenes.
Esos nexos infantiles surgen sin cálculo, sin la conciencia de que algo se forja; son ajenos a pretensiones, a utilidades o búsqueda de estatus; nacen solo porque es divertido estar juntos. Es la forma más libre de afecto, ya que nos e espera nada a cambio. Son pactos tácitos que se labran en piedra, que son fundacionales, nos enseñan a confiar, a compartir, a la pelea con fácil reconciliación. Nos enseñan la lealtad, la solidaridad con el doliente, la celebración con el que gana y la añoranza con el que se va.
La vida adulta está llena de intereses, compromisos, juicios y fingimientos; mirar hacia atrás es como abrir una ventana a un tiempo sin dobleces. En la infancia no solo se hacen amigos, se construyen comunidades que resisten al olvido.
¿Quiénes éramos antes de que la vida nos fuera poniendo etiquetas? Niños con gratitud, con alegría, con solidaridad, con lealtad, sin cálculos o agendas.
Y no es que el crecer sea algo malo, solo que es distinto el mundo que se ve desde los ojos que apenas lo vislumbran a los de quien lo ha ya recorrido. Mucho tenemos que aprender de nuestros recuerdos, entre otras cosas, que la vida puede ser más simple más ligera.
Una reunión como la del sábado, con mis amigos de primaria, es una forma de volver a casa, porque, parafraseando a Cicerón, donde se está bien, ahí está el hogar.
Gracias a Pepe y a Jaime por la organización; gracias a todos los que asistieron. Extrañamos a los que no.
Cierro esta columna recordando un fragmento de una canción de Alberto Cortés que en buena medida resume todo lo que aquí he querido expresar. La canción se llama “A mis amigos” y el texto dice: “Un barco frágil de papel / parece a veces la amistad / pero jamás puede con él / la más violenta tempestad / porque ese barco de papel / tiene aferrado a su timón / por capitán y timonel / un corazón.
@jchessal