A mí siempre me habían dicho que una acción vale más que mil palabras y me lo creí a pie juntillas. Con el tiempo aprendí que la máxima no es infalible: una mala cara no necesariamente significa grosería, un regalo no siempre es un acto generoso y la risa no siempre es muestra de alegría. Luego, comencé a poner atención a las palabras, sobre todo a esas que dicen que se las lleva el viento, para encontrar que en realidad se quedan por un buen tiempo sin irse, flotando en el aire como minúsculas partículas de gripe.
Las palabras tienen una inusitada capacidad de volar y pegarse como velcro en el cuerpo del que escucha y a veces también del que habla. Y de pronto, se nos van pegando las palabras y vivimos con ellas. Algunas nos hacen flotar, aligeran la vida. Una persona que ha recibido palabras nube, se distingue a kilómetros porque no camina por la calle, sino que vuela ligerito a centímetros del suelo. En cambio, quien carga palabras piedra, va haciendo hoyos por el camino cada que pisa y en los hombros se distingue que viene cargando tomos de letras más pesados que la laja que cargó el Pípila frente a la Alhóndiga de Granaditas.
Aunque todo pase en esta vida, hay palabras que no caducan y que se llevan desde la infancia hasta la vejez, sin mostrar signo alguno de envejecimiento. Incluso, comienzan a anidar y tomar vida propia. Una palabra mal intencionada, aunque sea dicha al calor de un rencor pasajero, puede encontrar la manera de vivir aun en condiciones inhóspitas, como el virus del Covid, que puede tener feliz estancia aunque la temperatura sobrepase los cincuenta grados centígrados. No es que uno se de cuenta de la cantidad de palabras con que se cohabita; sino que de pronto, ante una frase o un hecho, aparece ahí nuestra inquilina, causando reacciones que no llegamos a entender sino hasta que después de concienzudo psicoanálisis, emerge que aún nos sigue doliendo que nos hayan dicho gordos en el recreo de las once de tercero de primaria.
Victor Klemperer fue un filólogo alemán que además era judío. Sobrevivió a la Segunda Guerra Mundial gracias a que su esposa era “aria pura”. Lo retiraron de sus clases universitarias para enviarlo a vivir en una casa de judíos donde trabajó como obrero. Pero eso, no le pesaba tanto como vivir entre el nuevo lenguaje del Tercer Reich, donde las palabras “heroísmo”, “grandeza”, “solución”, “pureza”, tomaron una connotación completamente diferente. Durante el primer año del régimen, peleó contra su naturaleza de filólogo y evitó estudiar el lenguaje del nuevo gobierno. Pasó por alto los discursos de Goebblels y las peroratas de Hitler. Creyó que el pueblo entraría en razón y que mas pronto que tarde, esas palabras serían llevadas por el viento lejos del país que amaba. Se equivocó. Por eso en la clandestinidad comenzó a analizar cada discurso, cada palabra, cada superlativo y trazó una ruta que iba desde la boca del Führer y su ministro de propaganda, hasta el corazón y la boca del pueblo alemán. Descubrió que nadie es inmune a las palabras, aunque suenen completamente descabelladas, porque, desafortunadamente, no hay vacuna contra lo que uno quiere creer y que otro dice mejor.
Por eso, las acciones son importantes, pero nunca más importante que las palabras. Si acaso, ambas tienen igual peso, ambas pueden gozar de largas vidas y ambas pueden embellecer o devastar en la misma medida.
He leído un buen número de palabras y escuchado otro tanto de un puñado de personas que hablan a la ligera y no puedo dejar de esbozar una sonrisa. Siempre hay un tweet, pensé. Siempre hay un registro. Siempre está un curador de palabras, esmerado en conservar los dichos ajenos para, en su momento, usar las palabras como espada afilada y cortar sin piedad la lengua de quien en algún momento las emitió.