Decreto contra la belleza

Hace unos días apareció un artículo firmado por don José Peñín en la revista digital Vinetur que desde el título me generó desazón: “Las catas estúpidas”. A don José lo he leído desde hace más de 15 años y en una época seguí con interés la Guía que lleva su apellido, la estudiaba detalladamente desde el Sumario hasta sus Índices, era un acontecimiento anual conocer su Podio. Leí también con mucha atención sus libros Historia del vino y Cepas del mundo, todo el contenido de sus Diccionario y Atlas, amén de una buena parte de su trabajo periodístico. Lo he seguido en redes. Nunca fue algo muy paladeable, pero estaré siempre agradecido con el trabajo detrás de estas publicaciones que admiré en un principio, respeté después y últimamente padecía. 

Padecía sus textos no porque carecieran de razón, al contrario, don José es un apolíneo declarado, un racionalista absoluto, desprovisto de cualquier vestigio de pasión dionisiaca, un catador que no se permite el goce del vino, que es beberlo; los padecía porque una cifra (que no deja de ser subjetiva) y cuatro vocablos intercambiables dejaron de aportar algo, por el tedio que supone revisar la Guía y por lo triste que es ver que un profesional insulte a un colega. No lo dejé de leer, de cualquier manera.

No lo dejé de leer cuando estuve en desacuerdo, como el día en que me encontré con una nueva entrevista en la que don José insistía, por enésima vez, que los vinos con el tiempo “cambian, pero no mejoran”. Aunque fue moderando su postura y terminó aceptando que para algunos pocos vinos —Tondonia, Montrachet, Grand Cru Classe (sin especificar), ningún tinto de Borgoña y ninguno de Napa o de la Ribera del Duero— y “sólo en grandes añadas” un vino puede mejorar con la edad, mi percepción de la realidad y sus explicaciones no empataron. 

Experiencias con botellas como Screaming Eagle, Contador, tan cerrados por su juventud, tan durmientes que no podía tasarse ninguna de las virtudes que despertarían los años en ellos, hicieron imposible dentro de toda franqueza darle esa razón que tanto le obsesiona. Es cierto que un microporcentaje de la producción mundial mejora con el tiempo, pero es cierto también no sólo que estos vinos se perfeccionan y desvelan su alma con los años, sino que es indispensable que el tiempo transcurra para que tales botellas puedan siquiera apreciarse. Ante el hermetismo de la falta de madurez, la labor de un catador resulta ociosa.

Tampoco dejé de leer a don José cuando se declaró abstemio, un catador que no bebe vino, cuando se jactó de ser un crítico sin corazón, sin gusto y sin sentimiento. “La emoción es un valor que sólo atañe al consumidor”. Esta pretensión de objetividad absoluta me parece vana. En primer lugar, porque la gente no compra vino para catarlo, no compra vino para hacer una evaluación científica, lo compra para beberlo, para disfrutarlo, para vivir una experiencia. ¿Qué confianza puede tenérsele a una persona que pretende decirte qué producto adquirir, que al final es una recomendación, cuando ella se niega a sí misma la experiencia que da sentido a esa manufactura? En el vino la evaluación objetiva siempre será hasta cierto punto, un aspecto a tomar en cuenta, una valoración limitada y circunscrita, también útil y necesaria, pero sólo si se equilibra con una apreciación que no puede ser mas que subjetiva. Si lo que exige don José funcionara, todos los calificadores profesionales darían el mismo número a la misma etiqueta, cosa que nunca sucede.

Aún no dejé de leer a don José, aunque ya significó un esfuerzo mayúsculo, mientras pasé la vista, incrédulo, por las letras del insulto a los catadores que intitulan el artículo referido al principio de estas líneas, en donde, además, juzga como novatos, fantasiosos, exagerados, egocéntricos y contradictorios a estos profesionales por la manera en que se expresan. Sentí mucha pena. ¿Cómo puede ser que un hombre con tal trayectoria esté manchando a estas alturas su imagen con esas faltas de respeto a sus colegas? No lo entiendo, pero es muy triste. Porque además, ustedes lo verán, cita a Tamlyn Currin con ánimo de mensopreciarla, luego de haberle acercado el adjetivo “estúpida” y de mantener en sus líneas un tono burlón.

Incluso aguanté sin dejar de leer, eso sí, con el ánimo afectado, cuando don José Peñín propone desterrar toda belleza en el lenguaje que usa un prescriptor de vinos en sus evaluaciones, porque las descripciones tan “floreadas” generan “una brecha entre catadores y consumidores”. Don José decreta que todo el mundo se limite a notas “más austeras, aburridas y suscintas, de tan solo cinco palabras objetivas”. Él está seguro de que nadie va a interesarse por un vino a partir de redactar de manera pingüe y creativa la vivencia que ha gozado un catador al probarlo en determinado momento, con metáforas y recursos estilísticos, con elegancia, profundidad, originalidad y pasión. Me recordó al "Prefacio" de Pritchard en La Sociedad de los Poetas Muertos: convertir la poesía, o el vino, en una ecuación. Para don José la regla debería de ser algo así: Cereza oscuro. Aroma intenso. Frutos negros. Roble tostado. Boca potente. Taninos marcados. Esta descripción es la misma para decenas de vinos en sus guías, ¿en qué ayuda o qué le aporta al consumidor esta repetición anodina de características generales? De cualquier forma, que trate con tan malas maneras a un colega, en este caso la dama inglesa que escribe para Jancis Robinson, atañe a la calidad de su persona.

Todo tiene su límite. Había soportado leer hasta ese tipo de injurias. Pero cuando leí en el artículo citado que don José juzga a lo barroco como un pecado, no me quedó, caro lector, mas que cerrar la página y apagar la luz. Gracias, Peñín. Arrivederci. Puedo aceptar casi cualquier cosa, y nadie quiere rebuscamientos, pero que el señor desdeñe las tesis de mi amado José Lezama Lima, que desprecie nuestra peculiar expresión americana, que intente ponerle corcho a la botella de donde brota el perfume exhuberante del lenguaje latinoamericano, que pretenda tapiar para todos la cava que guarda la ambrosía de nuestra voz indígena y europea, que quiera clausurar la cantera y el mismo mármol con el que edificamos en mi México esos palacios estéticos, eso no, don José, eso no te lo tolero.