La democracia es algo más que elecciones cada cierto tiempo, concediendo que, incluso, se trate de elecciones sin mácula, toda vez que puede tenerse una democracia electoral en ambientes no democráticos, es decir, que puede darse la democracia representativa sin una democracia participativa plena. Nuestra Carta Magna define la democracia no únicamente como un régimen político, sino como “un sistema de vida fundado en el constante mejoramiento económico, social y cultural del pueblo”. Por tanto, apelar al pueblo como sujeto y destinatario fundamental del ejercicio democrático no es simple ocurrencia o palabra consignada allí nomás porque sí. En sentido lógico e histórico, esa referencia al pueblo va más allá del escozor que provoca a personeros de la derecha, incluidos consejeros electorales que se atreven a plantear que, para estar a tono con cierta moda intelectual, se debe hablar “más propiamente”, de una pluralidad de actores sociales, lo cual, siendo en parte cierto, termina por confundir peras con manzanas, practicando una vez más “el arte de mentir, incluso con la verdad”, como advirtiera don Pablo González Casanova.
Pero vamos al punto que interesa destacar en esta ocasión y que, de alguna manera, sirve para ilustrar lo antes señalado. Me refiero a la conmemoración que se hizo, el 18 de marzo pasado, en el Zócalo de CDMX, con motivo de la expropiación petrolera decretada en 1938 por el entonces Presidente de México, Lázaro Cárdenas. Sin duda, esta concentración convocada por el actual gobierno federal fortalece el espíritu democrático nacional porque se reivindica el papel que toca jugar al pueblo en momentos críticos. Hoy, como en 1938, defender la soberanía energética de nuestro país, es un compromiso que requiere visión de Estado, por tanto, actuar de estadista y acendrado comportamiento ético. El acto conmemorativo también sirve para no olvidar que, no hace mucho, aún padecimos gobiernos rapaces como el de Peña Nieto que promovió sus reformas “estructurales”, señaladamente la energética y, dentro de ella la petrolera, pero oponiéndose, de la mano de los partidos del “Pacto por México”, a consultar al pueblo, negando la vinculación de la democracia plena con una economía para todos.
Con Peña Nieto se llegó al extremo de cuestionar la propia historia que antes aceptaban sobre la expropiación petrolera, y hasta sugerían que, en realidad, el general Cárdenas promovía… ¡la privatización petrolera! ¿Se acuerdan de los desquiciados promocionales que difundían en esos días? Sobre la historia de la nacionalización de la industria petrolera nacional ha quedado claro que el pretexto de las compañías extranjeras para no realizar nuevas exploraciones, alegando falta de garantías derivadas del artículo 27 constitucional y una presunta situación política inestable en México en ese entonces, obedecía más a una situación geopolítica internacional en la que esas compañías trasladaban sus intereses a otras partes del mundo en las que se descubrían nuevos yacimientos, sobre todo a partir de 1922 en Medio Oriente y Venezuela, lo que se conoce, en términos económicos como “renta diferencial en su etapa ascendente”, por lo que la confrontación con el Estado mexicano tenía que ver más con la intención de impedir que un acto soberano como el expropiatorio cundiera como mal ejemplo en otra partes del mundo donde escalaban sus intereses financieros, en una expresión de imperialismo pleno. Por supuesto que la política de ofrecer ventajas comparativas para la inversión externa en materia energética volvería cíclicamente a nuestro país, pero con actuar obsecuente de gobiernos “prianistas” a esos intereses. Hoy, el panorama es distinto, la soberanía energética se sostiene apelando a una participación popular que, antes, se desdeñó para no afectar los intereses de unos cuantos. Democracia y economía de la mano, economía política, pues.