Dénles un diploma

Las épocas electorales me recuerdan los torneos de oratoria que cada bendita escuela en este país realiza por lo menos una vez al año con el fin foguear a la infancia  para que no se ataranten frente al público. Este año, además, recordé una discusión que escuché hace tiempo. Mamá A debatía con papá B sobre la necesidad de gastar en medallas de participación en cierta competencia. Mamá A se encontraba reacia a pedir una cantidad más alta de cuota de inscripción a los participantes para financiar los diplomas  de quienes no alcanzarían trofeo. Papá B creía firmemente que era importante que cada participante tuviese un reconocimiento por haberse aparecido a concursar. De ahí se desprendieron ramas de discusión más profundas sobre estas nuevas generaciones, que pareciera que necesitan aplausos y vivas nomás por caminar sin tropezarse. Por otro lado, Papá B argumentaba que quizá algunos no  serían ganadores, pero que la medalla les recordaría que la competencia como tal era lo importante y que quizá les motivaría en un futuro a intentar cosas nuevas.  Ambos tenían puntos válidos. 

Años después, escuchando Pessimist Archives, un podcast que no tiene desperdicio, aprendí que los diplomas o medallas de participación no son invento nuevo para sobar el frágil ego de la generación de cristal, sino que fueron creados a inicio de la década de los veinte del siglo pasado. Unos cuantos lustros atrás, la escuela se había hecho obligatoria por ley en Estados Unidos y por primera vez, la infancia tenía entre sus manos horas ocupadas y  horas libres por decreto. Entonces las escuelas y los padres, se volcaron en las actividades deportivas organizadas y crearon ligas de casi cualquier deporte para que los infantes tuviesen qué hacer por las tardes y no dejar tan libres las horas de descanso. Lo malo fue que los mismos padres y maestros que ayudaron a formar estas actividades atléticas organizadas, se malviajaron tanto, que obtener o no un trofeo degeneró en rivalidades al mas puro estilo Montesco vs. Capuleto. Entonces, intentando volver al espíritu pacífico y de convivencia, se crearon las medallas de participación y santo remedio: cada quien se iba con algo a casa. 

Los psicólogos han afirmado que antes de la adolescencia, una medalla de participación funciona perfectamente bien. Quien lo recibe se siente satisfecho y sin bronca. La cosa cambia más adelante, cuando se es plenamente consciente de que hay otro tipo de reconocimiento para quienes sí estuvieron dentro de la élite. Pero, hasta ahora, ni la postura de Mamá A, ni la de Papá B han mostrado haber causado estragos psicológicos en nadie. En cierta manera, es completamente inclusive si hay o no medallas de participación, aunque, como ya vimos, tomarán relevancia más bien, dependiendo la edad y maduración de los participantes.

Ahora bien, hay en estas elecciones tantos contendientes a un solo puesto, que me quedé pensando si se causarán daños psicológicos en quienes no resulten electos al puesto que aspiran. Por un lado, sin duda vemos a algunos y algunas que no tienen posibilidades reales de llegar; aunque no me queda claro si ellos se dan por enterados. Otros, estoy convencida, saben que no  ganarán y,  sin importar lo que digan, se nota que se la están pasando de lo lindo ocupando espacios en los encabezados de los periódicos, sin importar que la publicidad sea buena o mala. Ellos se están divirtiendo y nada más importa. 

Mientras son peras o son manzanas, denles su diploma a todos. Total, los expertos dicen que daños no se causan y chicle y pega, los motivamos para que estas semanitas que faltan, le echen más ganillas que los chamacos en concurso de oratoria de primaria.