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Para quienes rebasamos ya cierta edad la nostalgia suele invadirnos al menos un par de horas al día. A veces vivimos en ella. Cualquier motivo la dispara y las empresas lo saben.
El finado Chabelo reinó los domingos en la mañana en la pantalla chica de varias generaciones, y por supuesto de él aprendimos el verbo catafixiar. A mi papá le “caía gordo” y no quería que lo viéramos, igual que al “Chavo”, pero era lo único que había en tiempos sin streaming. No todo podía ser “Sopa de letras” o “Nostalgia”. Por esos años había programas como “La canica azul”, “Sube, Pelayo, sube”, “Señorita Cometa”, “La princesa caballero” y “Monstruos del espacio” (predecesor directo de los Power Rangers). Con sus estereotipos y todo, veíamos de la Warner a los cuervos mexicanos, a Speedy, Bugs y Pepe le Pew.
Leía lo (poco) que nos compraban en La Librería de Cristal y las historietas del mercado Tangamanga: La familia Burrón, Fantomas y El Pantera, además de los superhéroes, y otros como Super Ratón, Archie o Lorenzo y Pepita, claro. Igual me echaba la historieta de mi mamá: Lágrimas, risas y amor.
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De aquella época muchos recuerdos felices vienen del aula de pintura infantil del Instituto Potosino de Bellas Artes, el taller de la maestra Emma Báez, Emmita, quien falleció en enero de este año.
Todos llevábamos algunas cartulinas y una caja con candado para poner ahí las vinílicas en frascos de Gerber (casi siempre de la también desaparecida tienda La Sirena), pinceles y otros materiales. Igual había tiempo de correr, jugar, de escuchar la música clásica que ponía en su grabadora. Su respeto e impulso hizo que todos sintiéramos al IPBA nuestra casa. Su paciencia y magia al hacernos experimentar con diversos materiales, al acercarnos a la danza (nos llevaba a los ensayos del Provincial, promovía ir a funciones), y las horas que platicamos de mitología y tantos temas son impagables.
Era la única persona que me llamaba “Rubén”. Recuerdo su sonrisa leve, su “uniforme” azul, casi blanco al paso de los años. No iba a inauguraciones y actos oficiales; cuando lo hizo fue porque el maestro Gamboa casi la obligaba. Su última cruzada fue tratar de que la institución nos regresara a los entonces niños y niñas las obras que entregamos para diversas exposiciones; no se pudo y la obra la dejó catalogada, ahí sigue. Espero se publique en internet, y espero terminar pronto el libro que empecé el año pasado, dedicado a Emma y a esa época de magia y arte.
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Hoy hay muchas actividades artísticas y culturales para niños, pero casi siempre el peso de las mismas recae en los entusiastas hombros de artistas, promotoras, bibliotecarias y algunas funcionarias (aquí el femenino plural incluye a hombres). Por amor al arte. Poco es el presupuesto destinado a la niñez, los espacios para que den rienda suelta a su creatividad.
Según el INEGI, en México hay 15 millones de niños y niñas de 5 a 11 años, o sea el 11 por ciento de la población. De esos 15 millones hay un 2 por ciento que no va a la escuela: casi 300 mil.
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Nada de sustos ni perturbaciones. Hoy se habla de “inclusión forzada” o de “agenda progre” para referirse a ciertas adaptaciones de obras clásicas o “clásicas”, sobre todo para niños. La sirenita versión Disney es un ejemplo, pero también lo es la obra de Roald Dahl, donde calificativos varios han sido borrados de nuevas ediciones. Hay quien se queja de la peligrosidad de un antagonista (el villano o “el malo”) como en Mario Bros o de la cantidad de “traumas” que pudieran ocasionar entre su público infantil.
El tema da para mucho. Va un fragmento del prólogo de Fernando Savater a El día del niño, la infancia como territorio del miedo (Valdemar, 2003):
“Las brujas y los ogros de antaño […] los vampiros, los licántropos y zombies, el tierno Frankenstein, y el achicharrado Freddy Krueger […] son sencillamente ensayos. Gracias al desafío de esas pesadillas grotescamente explícitas el pequeño recluta adquiere ánimo para enfrentar las otras, las que aún no distingue y ya teme, las que llegarán mañana en las pompas menos románticas de horarios de oficina, consultas en el hospital o bombardeos supuestamente inteligentes. La niñez puede permitirse ese duro adistramiento porque es impresionable, pero se mantiene invulnerable ante la peor de las amenazas: la desesperanza”.
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Me despido esta semana con “Árbol chamán», poema incluido en Abuela luna, libro de Fabiola Amaro, autora también del libro El circo:
“Descalzo juega en el jardi´n
a romper las palabras
que caen del a´rbol.
Le gusta pisar hojas.
Aprende a escuchar”.
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