“Sin diagnóstico, sin agenda
y sin planeamiento, el Gobierno está condenado a seguir
la agenda mediática”
Emilio Graglia
El 1 de noviembre de 2025, el asesinato del alcalde de Uruapan, Carlos Manzo, sacudió a Michoacán y a todo el país. A los pocos días se confirmó que el agresor era un menor de 17 años y que el crimen tiene vínculos claros con la delincuencia organizada; el joven fue abatido esa misma noche y, en días posteriores, autoridades estatales abrieron una indagatoria sobre las circunstancias de su muerte bajo custodia. La indignación crece y lo que se muestra en medios y redes sociales parece ser consecuencia de ello: la ciudadanía exige.
¿Y cuál fue la respuesta gubernamental?. En una semana, desde Palacio Nacional -y no desde Michoacán- se presentó el Plan Michoacán por la Paz y la Justicia: 12 ejes, más de 100 acciones y una inversión anunciada como “histórica” superior a 57 mil millones de pesos. La puesta en escena fue impecable; pero siendo serios, la pregunta de política pública es otra: ¿estamos ante una estrategia razonada o ante una respuesta reactiva que busca administrar el ciclo mediático de la crisis?
Vamos a los hechos. El gobierno federal presentó una arquitectura amplia con 12 ejes y más de 100 acciones, promesa de reportes periódicos y una cifra de inversión que, por sí misma, envía una señal de decisión política. Sin embargo, las críticas por parte de la comunidad especializada y por otra, de la oposición convergen en un punto: no hay un diagnóstico público verificable que permita entender por qué esas acciones, en qué secuencia y bajo qué supuestos producirían los resultados deseados. A ello se suma el sello de un énfasis operativo-militar inmediato —más despliegue— sin una estrategia visible para desarticular las redes de organización, las finanzas criminales, la extorsión a productores y la captura institucional que han hecho de Michoacán un ecosistema criminal resiliente por años.
Cuando la presión mediática surge, los gobiernos maximizan señales visibles —“hacer algo ya”— y relegan el trabajo menos fotogénico: investigación aplicada, modelación causal, diseño de implementación y evaluación; cuando eso ocurre, la probabilidad de fallas en implementación crece.
Lo que hoy sabemos es que el plan promete integralidad, recursos y seguimiento; lo que no está disponible, y debería, es el diagnóstico claro que explique por qué esas 100 acciones -y no otras, por qué 100 y no 75, 12 o 423-, cómo se priorizan, en qué secuencia se ejecutan, qué supuestos sostienen que van a funcionar y cómo se medirá el impacto más allá de eventos. Sin esa estructura lógica, la implementación se fragmenta, la coordinación se vuelve declarativa y el seguimiento se reduce a indicadores de esfuerzo (cuántos operativos) en lugar de efecto (reducción sostenible de homicidios, extorsión o control territorial).
Esta historia la hemos visto antes. La reacción gubernamental ante picos de violencia suele seguir un patrón: choque mediático, anuncio de “nuevo plan” y despliegue inmediato. En Chihuahua, el Operativo Conjunto arrancó en 2008 y, tras la masacre de Villas de Salvárcar, llegó Todos Somos Juárez en 2010 (160 acciones). En Tamaulipas, la Estrategia de Seguridad de 2014 dividió el estado en cuatro regiones y relanzó corporaciones; ese mismo año nació Fuerza Tamaulipas. En Guerrero, tras Ayotzinapa, la Gendarmería tomó el control de Iguala en octubre de 2014 y se desarmó a la policía municipal. Ese mismo ciclo derivó en el Operativo Especial “Tierra Caliente” anunciado a fines de 2014 para 36 municipios de la región.
La secuencia evento-anuncio-despliegue repite un patrón que ya conocemos: expectativas altas, visibilidad inmediata y resultados difusos. Gobernar con método no es una exquisitez o un lujo sino un imperativo elemental: publicar el diagnóstico, abrir la caja de supuestos y sujetar el plan a mediciones de impacto —más allá del número de conferencias o aseguramientos— sería una forma de cosechar credibilidad. Y también un antídoto contra la tentación de que la agenda institucional sea dictada por el pico de la curva mediática, en lugar de por un proceso deliberado de atención, definición y tratabilidad del problema.
La violencia en Michoacán no es solo un problema de seguridad; es el retrato de un Estado desafiado por redes con capacidad de cooptación social y captura institucional. Precisamente por eso, la respuesta no puede nacer en el gabinete de comunicación sino en el de política pública. El ciclo parece repetirse: se impondrá el “hacer algo ya” sobre el “hacer lo correcto a tiempo”. Gobernar no es reaccionar: es priorizar con evidencia y rendir cuentas de resultados, no de anuncios.
Esto es más lento, menos espectacular, más técnico. Pero es lo que funciona.
La caminera
Hace unos días se presentó un “Plan Integral contra el abuso sexual”. ¿Llega a tiempo?
x. @marcoivanvargas