En un tiempo de engaño
universal, decir la verdad
es un acto revolucionario”.
George Orwell
Nos han dicho una y otra vez que no sabemos lo que ocurrió en la noche de Iguala del 26 al 27 de septiembre de 2014. La verdad es que sabemos bastante, pero un grupo político, el Movimiento de Ayotzinapa, que representa a algunos de los padres de los normalistas y ha estado coludido con el GIEI y la fiscalía especial, ha insistido en enturbiar los resultados porque no tiene interés en esclarecer lo sucedido, sino en impulsar una campaña contra el Estado mexicano y el ejército.
El meollo de lo ocurrido lo divulgó el padre Alejandro Solalinde en octubre de 2014, apenas un mes después de la matanza. Declaró en varias entrevistas, una conmigo en radio, que los normalistas de Ayotzinapa habían sido asesinados y quemados. Señaló incluso la participación del grupo criminal Guerreros Unidos con la complicidad del presidente municipal de Iguala, José Luis Abarca, y su esposa, María de los Ángeles Pineda.
Sin embargo, en una visita a la Escuela Normal de Ayotzinapa el 26 de octubre de ese 2014 a Solalinde lo increparon y le impidieron celebrar misa. El movimiento tenía sus propios “voceros”, le dijeron, y no aceptaba que los normalistas habían sido asesinados y quemados. Estaban vivos, eran víctimas de una desaparición forzada y el responsable era el Estado.
Las investigaciones de Iñaki Blanco en la Procuraduría de Guerrero y Jesús Murillo Karam en la PGR revelaron buena parte de lo sucedido. La recomendación 15VG/2018 de la CNDH en sus 2,179 páginas llenó huecos, y añadió y confirmó elementos. Los normalistas fueron asesinados la misma noche de septiembre de 2014 por integrantes de Guerreros Unidos; los cuerpos fueron quemados en el basurero municipal de Cocula y los restos dispersados en el río San Juan. Las pruebas son contundentes y no proceden solo de las confesiones de los asesinos, quienes después afirmaron haber sido torturado por lo que, increíblemente, fueron liberados.
Está demostrada la complicidad de las policías municipales de Iguala, Cocula y Huitzuco. También de policías estatales y federales. Hay indicios de que algunos militares recibían dinero de Guerreros Unidos, como sugieren los mensajes filtrados al New York Times, pero no hay pruebas de que hayan participado activa o pasivamente en el secuestro y matanza de los normalistas.
El movimiento de Ayotzinapa ha rechazado estas conclusiones porque quiere demostrar una participación directa del ejército. Ha tenido el apoyo del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes, el GIEI, que ha negado cualquier prueba que no coincida con su visión preconcebida. Omar Gómez Trejo, quien pasó de ser secretario técnico del GIEI a fiscal especial, trató de probar estas mismas ideas. El GIEI y el movimiento han rechazado la quema de algún cuerpo en el basurero, pero hay 36 mil restos que podrían demostrarlo. La CNDH pidió que la FGR mande cuando menos 114 a Innsbruck para un examen genético, pero la fiscalía se ha negado. porque sabe que el análisis podría demostrar que, efectivamente, los normalistas fueron quemados en el basurero.
El presidente López Obrador dice que quiere resolver el caso, pero su fiscalía se niega a aceptar pruebas que no convienen a una visión previa o a enviar restos humanos a Innsbruck para confirmar su identidad. Mientras tanto, presenta como avances el encarcelamiento del exprocurador Murillo Karam y la orden de aprehensión contra el investigador Tomás Zerón. Los perpetradores confesos, que pueden ser imputados con muchas otras pruebas además de sus testimonios, están en libertad y se han convertido en testigos colaboradores, pero los investigadores son perseguidos. Esta es la justicia mexicana.
La guerra
El secuestro de la alcaldesa de Cotija, Michoacán, y las movilizaciones de narcos en Chiapas revelan que se mantiene la guerra contra el narco. Es falso que se esté aplicando una estrategia de abrazos y no balazos. El ejército sigue luchando, pero falta mucho para triunfar.
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