Hace unos meses señalamos aquí que “AMLO y la 4T no son el inicio de una regeneración nacional sino el último eslabón de la degradación del sistema mexicano del Siglo XX cuya disolución ha sido heredada a las generaciones del XXI”. Último eslabón no implica que sea el único, sino que está en el extremo de una cadena de acontecimientos. No hay rupturas definitivas ni transformaciones puras. Lo que ocurre en política es parte de lo que acontece en eso más amplio, vago y sobrevalorado que es la sociedad, en la cual se dan procesos que siempre mezclan lo nuevo y lo viejo, lo inservible con lo prometedor, la experiencia con la innovación. A la revolución francesa sobrevivió el monarquismo, a la rusa el zarismo, a la china el imperio y a la mexicana el porfirismo. Las viejas mañas de los regímenes precedentes se mezclaron con las nuevas tendencias, produciendo siempre formas más o menos híbridas en las que ambas luchan por sobrevivir y prevalecer.
La ruptura democrática que México decidió emprender al final del siglo pasado no podía ser la excepción. A la innovación democrática de 1996 para quitar al gobierno de un solo partido el control de las elecciones sobrevivieron las pulsiones oligárquicas típicas de la sociedad mexicana: el caciquismo convive con el civismo, la corrupción con la probidad, la arbitrariedad con el acatamiento, la impunidad con el cumplimiento de la ley y el hiperpresidencialismo con la competencia política. La base democrática resultante de separar las elecciones del arbitrio del gobierno de partido hegemónico ha chocado con las pulsiones de muchos actores por someterlas a su control. La desconfianza maniática de los actores políticos en la autenticidad de los comicios ha sido una marca constante. Debido a ello han convertido lo que debería ser el santuario de las normas compartidas en terreno de manipulación estratégica. La más violenta de todas ha provenido del actual primer mandatario en su incesante campaña contra “las instituciones” que él cree, equivocadamente, “neoliberales”.
No deja de asombrarme la ingenuidad de algunos libros que analizan a AMLO y a la 4T cuando suponen que las intenciones declaradas del Presidente son reflejo cierto de sus pretensiones, pero que la mayor parte de sus decisiones y políticas son erradas y que de ahí proviene la inadecuación entre unas y otras. Sin embargo, ¿qué pasa si modificamos la ecuación y suponemos que las verdaderas intenciones se hallan, precisamente, en los supuestos errores y que las intenciones son burdas formas de teñirlos de legitimidad? Decía Maquiavelo que “la política consiste en hacer creer” en la bondad de los gobernantes. Sin duda esta es una dimensión de la política. Pero también sabemos que ésta, como la guerra, es estrategia, y las estrategias pueden ser de diversos tipos.
Una de las pruebas máximas que debe pasar un sistema político para considerarlo democrático es que las estrategias predominantes en el juego tengan un nivel aceptable de congruencia entre los propósitos y las actuaciones de los políticos y sus agrupaciones para que los ciudadanos tengan mejor información para decidir y participar. Este examen lo reprueba el sistema mexicano. Entre los agentes económicos y políticos se siguen fomentando (y yo diría que predominan) conductas duales que, como es natural, persiguen el poder, pero que traicionan lo que dicen con lo que hacen. Y esto ocurre gracias a que no hay quien los fuerce a ser de otra manera. La sociedad no ha dado de sí para controlarlos; por el contrario, ella misma es el caldero donde se cuecen esas dualidades.
Twitter: @pacovaldesu
(Investigador del Instituto
de Investigaciones Sociales de la UNAM)