La respuesta del Estado mexicano frente a la extorsión llegó con un mensaje de fuerza: elevar las penas y unificar el delito en todo el país. La nueva Ley General contra la Extorsión promete orden y contundencia. Sobre el papel, parece un cambio de época. En la práctica, no obstante, corre el riesgo de repetir el mismo patrón de siempre, o sea, apostar por sanciones desproporcionadas sin construir las capacidades que realmente desactivan al crimen.
La homologación del tipo penal era necesaria. Durante años, cada estado definió la extorsión a su manera, con huecos legales y discrepancias que favorecían a las redes criminales. Contar con un marco nacional elimina esa dispersión y permite una coordinación más coherente. Esa parte es valiosa y representa un avance que no debe minimizarse.
El problema surge cuando la reforma se asienta casi por completo en la idea de que más años de cárcel son sinónimo de una estrategia eficaz. La pena máxima puede llegar a cuarenta y un años. El catálogo de agravantes creció. Los beneficios son mínimos. Todo se mueve en la lógica del endurecimiento. Sin embargo, la extorsión no ha proliferado por falta de castigos severos, sino porque la probabilidad de ser arrestado, investigado y sentenciado es bajísima. La mayoría de las víctimas no denuncia, y quienes lo hacen suelen encontrarse con carpetas que no avanzan o con autoridades que no tienen herramientas reales para rastrear llamadas, seguir dinero o identificar patrones criminales.
Ese es el punto central. El combate a la extorsión fracasa donde la ley no toca. Si las fiscalías no cuentan con analistas, peritos en telecomunicaciones, unidades financieras sólidas y coordinación policial efectiva, ninguna amenaza de décadas en prisión modificará el comportamiento de grupos que operan con impunidad estructural. El castigo no sustituye la inteligencia. La severidad no reemplaza la investigación.
El riesgo adicional es la criminalización de eslabones menores. Muchas mujeres, jóvenes o personas vulnerables terminan procesadas por tareas periféricas dentro de cadenas extorsivas como prestar una cuenta bancaria, un teléfono, o actuar bajo presión de parejas o familiares. Son los eslabones más débiles y, paradójicamente, los que con frecuencia cargan con las consecuencias más duras. Una ley que incrementa penas sin diferenciar contextos puede llenar cárceles sin tocar a quienes obtienen el beneficio económico real del delito.
La situación en los penales confirma la falla estructural. Buena parte de las extorsiones telefónicas se origina dentro de las cárceles, donde el Estado no ejerce control pleno. Castigar más la extorsión desde prisión no resolverá la raíz del problema si los centros penitenciarios siguen en manos de grupos internos, con celulares prohibidos y corrupción arraigada.
La prevención tampoco aparece con la fuerza necesaria. Extorsionar es rentable porque las víctimas se sienten solas y desprotegidas. Se requieren mecanismos de denuncia segura, protección real, atención especializada e inteligencia financiera para seguir el flujo del dinero. También es indispensable una política social que reduzca la dependencia de economías criminales en comunidades abandonadas.
La mano dura genera la ilusión de acción inmediata, pero sin una estrategia integral será sólo un espejismo. México necesita instituciones capaces de investigar, proteger y prevenir. Esa es la verdadera ruta para desmontar la extorsión.
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(Abogado penalista)